RELMECS, diciembre 2013, vol. 3, nº2, ISSN 1853-7863
Universidad Nacional de La Plata - Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Centro Interdisciplinario de Metodología de las Ciencias Sociales.
Red Latinoamericana de Metodología de las Ciencias Sociales

ARTÍCULOS/ARTICLES

De los Códigos a los Repertorios: Algunos Atavismos Persistentes Acerca de la Cultura y una Propuesta de Reformulación

From Codes to Repertoires: Some persistent atavisms around the culture concept and a proposal for reformulation

Gabriel D. Noel

IDAES/UNSAM-CONICET
(Argentina)
gdnoel@gmail.com

 

Resumen
Los debates antropológicos en torno del concepto de cultura han suscitado una serie de refinamientos que supusieron una revitalización y una reconstrucción de esta noción central para las ciencias sociales. Sin embargo, en virtud del peso sedimentado de una doble tradición de raigambre gramática y jurídica, varios de los atributos puestos en cuestión por la crítica antropológica persisten en la ubicua noción de “código”, que reintroduce de contrabando una versión anacrónica del concepto de cultura con efectos deletéreos para la investigación en ciencias sociales. Sobre esa base, el presente texto busca mostrar en qué circunstancias, por qué causas y de qué manera esta pervivencia del concepto clásico de cultura subsiste en la antropología contemporánea, al tiempo que propone el reemplazo de esta atávica noción de código por medio de un aparato conceptual y un léxico analítico-descriptivo que busca hacer justicia a los resultados acumulados de tres décadas de debate.

Palabras Clave: Teoría de la cultura - Teoría de la práctica - Códigos - Antropología de las moralidades.

Abstract
The anthropological debates around the concept of culture have brought about several conceptual refinements that implied a rebuilding and revitalization of this central notion for the social sciences. However, due to the sedimented weight of a double-pronged tradition of grammatical and juridical inspiration, many of the attributes brought into question by anthropological critique survive in the ever-present notion of “code”, which introduces by sleight-of-hand an anachronic version of the culture concept with deleterious effects for social science research. On that basis, the following text attempts to show under which circumstances, why and how this survival of the classic concept of culture still holds its ground in contemporary anthropology, and to propose the replacement of this atavistic notion of code for a conceptual toolbox and an analytical and descriptive lexicon that strives to incorporate the accumulated benefits of the last three decades of scholarly debate.

Keywords: Cultural theory - Practice theory - Notion of code - Anthropology of moralities.


1. La Persistencia de una Visión

Los debates en torno del concepto de cultura han suscitado varias de las más intensas, fecundas e influyentes discusiones de las últimas décadas en antropología. Los ribetes irónicos de la coyuntura en la que esta polémica hiciera eclosión han sido señalados más de una vez: precisamente en el momento en que un concepto de cultura configurado a la sombra de varios de los big names de la antropología norteamericana -en particular Franz Boas (Stocking, 1992), Alfred Kroeber (Kroeber y Parsons, 1958), Leslie White (1964), Marshall Sahlins (1997) y Clifford Geertz (1987)- termina de aglutinar una tradición antropológica nacional que al mismo tiempo consolida su hegemonía sobre el mundo noratlántico (Kuper, 2001), una generación de académicos en ascenso1 formados en esa misma tradición comenzarán a denunciar los excesos (y los defectos) tanto epistemológicos como ético-políticos de lo que comenzará a denominarse el “concepto clásico de cultura”2 (Wagner, 1981; Clifford y Marcus, 1986; Wright, 1993).

Las principales líneas del debate son ampliamente conocidas -al menos entre quienes nos formamos a la sombra de la ya mencionada hegemonía norteamericana- al igual que los diversos “manifiestos” y textos surgidos a su calor. Las prescripciones, como se sabe, oscilan entre un repudio del concepto -cargado con frecuencia de indignación epistemológica y moral (Abu-Lughod, 2005)-, y varios intentos por recuperarlo y redefinirlo mediante una incorporación de los resultados de los debates que no implique dilapidar el capital acumulado en medio siglo de antropología cultural (Wright, 1993; Brumann, 1999).3 Así las cosas, nos contentaremos con mencionar el saludable efecto de renovación teórica que esta polémica ha tenido en la discusión antropológica y que ha suscitado la producción de una serie de agendas de investigación que procuran superar los límites de un culturalismo demasiado estrecho (y en ocasiones desembozadamente tautológico).4 Una de las propuestas, a nuestro juicio, más interesantes en esta empresa es la que implicó la incorporación de ciertos aportes de la denominada “teoría de la práctica”, que comenzara a ocupar un lugar central en el debate sociológico de finales de la década del 70 (Ortner, 2006), y que posibilitó y alentó la recuperación de una serie de debates relativos a las relaciones entre “estructura social” y “agencia” que, aunque presentes desde hace tiempo en algunas de las más notorias tradiciones antropológicas metropolitanas (Firth, 1963 y 1964; Leach, 1977; Malinowski, 1991; Barth, 2000), resultaron ulteriormente obviadas, silenciadas, invisibilizadas o borradas por la inflación epistemológica del concepto de cultura y su proyección hegemónica como marca de especificidad y legitimidad antropológicas (Kuper, 2001).

Hasta aquí la versión whig del proceso: en la práctica, donde las “revoluciones científicas” rara vez son tan tajantes, radicales o victoriosas como sus abanderados las proclaman, las cosas no son tan lineales ni prolijas. Como se sabe, los conceptos, no menos que los términos en los que los mismos se encarnan y circulan, tienen historia -esas “trailing clouds of etymology” de las que hablaba Austin (1957)- y liberarnos de los efectos sedimentados de sus derivas no suele ser tan sencillo como nos gustaría creer. Como ha señalado Williams (2000, 2001) las complejas historias de las palabras que usamos, su circulación y sus usos afectan con frecuencia, de manera tan imperceptible como eficaz, los modos en que construimos argumentos con ellas, conformando una suerte de estratigrafía lexicográfico-conceptual que evoca resonancias de las que rara vez somos conscientes, y que con frecuencia interfieren con nuestros mejores esfuerzos por construir vocabularios more geometrico y lograr que las palabras -como Humpty-Dumpty se jactara ante Alicia- “digan exactamente lo que queremos que digan, ni más, ni menos”. Ciertamente no deberíamos sobreactuar nuestra incapacidad de depurar los conceptos analíticos que utilizamos, y los debates ya señalados en torno del concepto de cultura -así como sus resultados- dan testimonio de ello. Pero aún así, pasadas casi tres décadas de continuo refinamiento conceptual, sigue siendo cierto que determinadas figuras y metáforas5 con fuerte afinidad con ese concepto “clásico” de cultura denunciado una y otra vez por la crítica teórica, la práctica etnográfica y la escritura antropológica reaparecen con una frecuencia que parece desmentir la radicalidad y la eficacia de los anatemas lanzados contra él.

La ubicua e insistente noción de código quizás sea uno de los ejemplos más claros de esta clase de atavismos teóricos, ya que con frecuencia funciona como una suerte de eufemismo de ‘cultura’ en el sentido clásico que, por diversas razones -de las cuáles nos ocuparemos en breve- suele pasar por debajo del radar de sus críticos, incluso de los más agudos.

Comencemos por recordar hasta qué punto la noción de código resulta heredera de una dimensión normativa de larga data de la cual el concepto de cultura nunca ha conseguido librarse del todo (Stocking, 1992) en virtud del peso acumulado de una doble genealogía con visible presencia y persistencia en el pensamiento antropológico: la que hunde, por un lado, sus raíces en la gramática -y que a través de la lingüística estructural habrá de llevar al estructuralismo y su axiomática formal- y la que, por el otro, se remonta al derecho, que a través de Maine, McLennan y Morgan (para citar solo tres de los nombres más conspicuos) lleva a la noción de regla jurídica y/o moral tal como aparecería en Durkheim, Radcliffe-Brown y la versión oxoniense de la Antropología Social Británica6. Como consecuencia de esta doble deriva histórica, cuyas vertientes en no pocas ocasiones se refuerzan mutuamente, el concepto de código conserva aún hoy prácticamente intactos varios de los atributos principales de ese concepto clásico de cultura que fuera objeto de crítica: en particular su articulación sistemática y lógica, su carácter cerrado y su atribución en bloque a colectivos sociales enteros, su modalidad de predicación discreta -del tipo ein Völk, ein Kultur- y su particularismo (Turner, 1993).

Resulta razonable afirmar que el peso acumulado de esta doble filiación explica en buena medida la persistencia anacrónica de una noción de código que recogería y mantendría en animación suspendida, por así decirlo, varios de los atributos de un concepto de cultura que ha sido denunciado y ulteriormente refinado por la crítica antropológica, y por qué el mismo suele hacer su aparición en esta forma atávica -incluso en textos contemporáneos cuyos autores son y se muestran explícitamente conscientes de esta misma crítica, de sus contenidos y de sus alcances- siempre que sus argumentos hacen referencia a uno u otro de estos dos dominios seminales: el de la gramática, incluidos sus análogos próximos y sus derivados, y el del derecho (en el que podemos incluir a la moral entendida more jurídico).

1.1. Los Códigos Lingüísticos y Comunicacionales

En el caso del código lingüístico podemos citar como ejemplo Los Límites de la Cultura, de Alejandro Grimson (2011), un texto que se presenta precisamente como parte de un proyecto de renovación y depuración teórica del concepto de cultura -en particular en sus relaciones con el concepto relacionado de “identidad”, con el que no pocas veces se lo ha confundido (Grimson, 2011:16)-. Siguiendo un itinerario familiar para los antropólogos, Grimson comienza con una recapitulación de la emergencia del concepto clásico de cultura bajo la forma de una “metáfora insular” y de su crisis ulterior para proponer su reemplazo por una visión procesualista, configuracionalista y experiencialista de una “cultura” dinámica y abierta a la historia (Grimson, 2011:78). Así, en el marco de una propuesta a la que no podemos menos que suscribir y que parte de una doble crítica tanto hacia las versiones “esencialistas” como a las “constructivistas” o “posmodernas” de la cultura, Grimson invita a sus lectores a pensarla como “historia sedimentada” y como proceso, producto y escenario de una experiencia (co)construida en el marco de relaciones de poder y desigualdad, que a la vez que “conforman un marco compartido (...) está muy lejos de ser un todo homogéneo” (Grimson, 2011: 163).

Lo interesante del caso es que aun cuando el autor se muestre consciente en todo momento de que “los supuestos que equiparan grupos humanos a conjuntos delimitables por valores o símbolos son equivocados (...) y que sus símbolos valores y prácticas son recreados y reinventados en función de contextos relacionales y disputas políticas diversas” (Grimson, 2011: 61, énfasis nuestro), parece estar dispuesto a hacer concesiones sin mayor incomodidad en lo que respecta al lenguaje y sus putativos homólogos. Así, refiriéndose a la adquisición de las competencias lingüísticas en el marco del proceso de socialización primaria, afirma que al nacer “los seres humanos (...) nos limitamos a aprender las estructuras [gramaticales] y los vocabularios que nos rodean (...) aprendemos códigos de comunicación kinésicos y proxémicos” (Grimson, 2011: 163, énfasis nuestro). Como una lectura del texto en su conjunto permite afirmar, no se trata de un deslizamiento puntual ni de un lapsus calami: las ulteriores referencias al lenguaje y a la comunicación en el marco del mismo texto movilizarán una y otra vez esta noción de código compartido. Así, afirmará unas páginas más adelante que “cualquier proceso comunicativo presupone, simultáneamente, la existencia o la producción de un código compartido y de una diferencia” (Grimson, 2011: 191) y aunque al referirse a la cultura como “una lengua compartida” (Grimson, 2011: 177) entrecomille el sustantivo, “conscientes del peso de la metáfora, a la que no pretendemos utilizar en un sentido estricto”, tanto las comillas como las advertencias desaparecen una decena de páginas más adelante (Grimson, 2011: 188) cuando citando a autores del campo de la comunicación7 presente a la “heterogeneidad cultural” en términos de “códigos comunicativos divergentes” (Grimson, 2011: 192) o a la “interculturalidad” como la “coexistencia de una multiplicidad de códigos comunicativos” (Grimson, 2011: 192-193).

Ahora bien: en un texto en el que todos los argumentos que tienen que ver con la delimitación y discusión del concepto de cultura están cuidadosamente formulados a los fines de evitar deslizamientos y en el cual, aunque se haga abundante uso del sintagma “tramas de significación” de inspiración weberiana y factura geertziana, suele evitarse con éxito el recurso a metáforas que pudieran resultar inconsistentes con el concepto procesualista, experiencialista e históricamente informado de cultura que se procura construir,8 ¿cómo y por qué es posible que el autor no vea problema ninguno en recurrir a la noción de “código” cuando se refiere al lenguaje o a la comunicación? ¿Cómo debemos entender una introducción tan sistemática como anómala de esta noción en un texto tan aggiornado, reflexivo y sofisticado?

La interpretación más sencilla de esta excepcionalidad implicaría la profesión de una suerte de averroísmo en virtud del cual el lenguaje articulado y sus putativos análogos -como los “códigos paralingüísticos, kinésicos o proxémicos”- gozarían de un fuero especial que preservaría para ellos la capacidad de articularse como códigos, a diferencia de lo que sucedería con las otras “tramas simbólicas” que compondrían los dominios de la cultura. Sin embargo, esta solución requiere introducir un argumento ad hoc para uno de los dominios más fundamentales de la cultura, lo cual implica debilitar de antemano tanto el alcance como el peso de una reconstrucción teórica que, al final de la jornada, solo sería aplicable al residuo dejado por la remoción del lenguaje y sus homólogos del dominio de lo simbólico. Al contrario, uno podría pensar que el lenguaje sería el litmus test de toda teoría de la cultura más o menos comprensiva, y que es por esa misma razón que ha sido utilizado una y otra vez como analogado principal a la hora de construir teorías de esta clase, desde los días de Boas y Lévi-Strauss hasta los nuestros (Ahearn, 2001).9 Correlativamente, podríamos afirmar que una teoría que decidiera reservarle un estatuto particular que lo eximiera de sus prescripciones no parecería estar todo lo segura de sí misma -si se nos excusa el momentáneo lapsus antropomórfico- que cabría esperar de una propuesta mínimamente ambiciosa de reconstrucción conceptual.

Quizás no esté de más aclarar que lo que estamos diciendo no es que la propuesta de Grimson no se sostenga porque no se aplicaría al caso fundamental del lenguaje y sus homólogos. Más bien al contrario: aun cuándo carecemos aquí del espacio necesario para desplegar el argumento, estamos sustancialmente convencidos de que su propuesta podría extenderse sin mayores problemas al caso del lenguaje, sin necesidad de otorgarle un estatuto de excepción que preservara en su exclusivo beneficio el anacrónico privilegio del código. Ciertamente, el argumento del libro escoge un hilo particular de entre un universo de debates posibles acerca de “la cultura” -el que hace hincapié en las relaciones con el concepto de “identidad”- y seríamos injustos si le pidiéramos que introdujera una discusión lingüística dudosamente pertinente dentro de lo que el texto se propone. Pero todo ocurre como si justamente por el hecho de que el argumento no se ocupe explícitamente del estatuto del lenguaje, o bien se le guardara una reverencia tan excepcional como indebida, reconociéndosele un privilegio extemporáneo que le habría sido retirado -y con razones más que suficientes- al resto de la cultura, o bien como si el autor recurriera a la noción de código como consecuencia de una suerte de asociación mecánica de estilo pavloviano que parece sustraerse a la reflexividad de la cual hace profesión abundante en el resto del texto.

1.2. Los Códigos Jurídicos y Morales

Como ya hemos adelantado, el segundo de los terrenos donde suele fructificar esta persistencia atávica de la noción de código tiene que ver con nuestro propio dominio de investigación, el de la antropología de las moralidades. Aun cuando por fortuna esta persistencia constituya más la excepción que la regla en un campo que registra habitualmente niveles de sofisticación considerables -y ahí están entre muchos otros los trabajos de Herzfeld (2005), Balbi (2008) o Zigon (2008) para comprobarlo- la influencia de la tradición jurídica sobre el pensamiento antropológico que esbozáramos en los párrafos introductorios del presente texto sigue reapareciendo con una frecuencia inusitada en el terreno de las investigaciones sobre la moral y lo moral.

Quisiéramos dejar en claro que el argumento que nos ocupa no refiere a aquellos casos específicos de trabajos situados en la tensión entre las esferas jurídica y moral10. Nos referimos más bien a una serie de textos que aun cuando se coloquen a sí mismos de manera inequívoca en el campo de una antropología de las prácticas morales que no forman parte de una tradición jurídica explícitamente codificada11, las conciben y las presentan bajo el modelo de una racionalidad que reproduce en sus líneas sustanciales la forma canónica recogida en y por esta misma tradición, y que se apoya en la movilización -a veces simultánea, a veces alternativa- de dos supuestos relativamente independientes: uno que concibe un acto moralmente informado como un acto precedido o mediado por un juicio de valor (Brown, 2000) que implica una evaluación previa de la situación por referencia a criterios morales preexistentes, y otro que presume que estos criterios o valores estarían articulados en códigos morales que los vincularían según una relación jerarquizada, jerarquizable o más o menos sistemática que permitiría una adjudicación cuasi silogística del curso correcto de acción en una coyuntura determinada12.

Varios de los textos compilados en el volumen Ethnographies of Moral Reasoning. Living Paradoxes of a Global Age (Sykes, 2008) pueden ser presentados como ilustración de este tipo de enfoque. La expresión “moral reasoning” utilizada en el título cabalga, en efecto, sobre una ambigüedad que atraviesa toda la agenda de la compilación, ya que la misma puede entenderse en al menos dos sentidos: uno, no demasiado problemático, que haría referencia a la evaluación retrospectiva o a la discusión de una acción pasada propia o ajena y otro, asimilable al primer supuesto presentado en el párrafo precedente, que supondría una evaluación deliberada y reflexiva de una acción potencial por parte del mismo autor de esta acción, con anterioridad a su ejecución.

Concentrémonos por ahora en este primer supuesto (reservando el referido a la articulación sistemática o jerárquica de los valores morales y sus consecuencias, para la sección siguiente). Si analizamos el texto de Shah (2008) incluido en la compilación citada, encontraremos como el argumento se desliza constantemente entre estos dos sentidos de “moral reasoning” a los que aludiéramos recién, en un procedimiento analítico y retórico que trasvasa permanentemente el primero de ellos en el segundo. Como queda claro en la presentación y el desarrollo del texto mismo, los datos empíricos a los que Shah tiene acceso son accounts (Scott y Lyman, 1968), esto es evaluaciones de los actores respecto de cursos de acción, propios o ajenos pero siempre pasados. Sin embargo, la autora los reinscribe sin prevención ninguna en clave de motivación como si la sinonimia entre justificación y motivación fuera obvia y no requiriera de mediaciones. Aun cuando la autora se propone, en un gesto típicamente antropológico, relativizar los discursos sobre la corrupción presentes en los documentos institucionales y las propuestas del Banco Mundial (que la consideran como el resultado de la actividad interesada de un Homo œconomicus que buscaría maximizar beneficios) introduciendo una dimensión moral culturalmente situada, la operación es realizada desde un marco conceptual que no cuestiona en lo sustantivo la propiedad de un modelo de acción racional a la hora de representar el comportamiento de los actores sociales. Según el argumento de Shah, los actores considerados “corruptos” por el Banco Mundial o sus agentes actúan de hecho sobre la base de fines racionales, solo que lo hacen en el marco de una “economía moral” que “regula” las “prácticas [consideradas] corruptas” (Shah, 2008: 117)13. Claramente, lo que la autora está haciendo es mostrar, en términos weberianos, que la conducta de los actores no puede ser comprendida bajo la modalidad exclusiva de una acción racional con arreglo a fines (económicos) sino que esta visión debe complementarse con el punto de vista de una acción racional con arreglo a valores (morales) culturalmente especificados. Asimismo, según agrega la autora -movilizando la segunda de las premisas a las que hiciéramos referencia, y de la que nos ocuparemos en breve- esos valores formarían parte de un “código moral” (Shah, 2008: 124) que incluiría aquellas normas que estipulan los límites de las desviaciones culturalmente aceptables, en una “compleja economía moral que determina la acción social” (Shah, 2008: 126, destacado nuestro).

Dado que en este esquema de inspiración weberiana el que una acción esté orientada hacia fines o hacia valores no cambia su carácter racional -esto es premeditado- la moral es entendida como parte de un esquema de motivación (Shah, 2008: 117) que a modo de la proverbial zanahoria llevaría a los actores a actuar de la manera en que lo hacen:

Los aspectos monetarios de las actividades corruptas pueden estar eclipsados por una amplia gama de otras motivaciones, gobernadas por un conjunto [set] de moralidades, para involucrarse en esa clase de actividades a la acción económica subyace un razonamiento moral. (Shah, 2008: 129, destacado nuestro)

A modo de recapitulación, entonces: aun cuando sus datos etnográficos correspondan a debates retrospectivos mediante los cuales sus informantes buscan evaluar acciones pasadas llevadas a cabo por ellos mismos o por otros, Shah los imputa sin mayor reflexión a los esquemas de acción que habrían precedido al comportamiento de los actores, como si hubiesen sido esos valores los responsables de que éstos hubiesen actuado de la manera en que lo hicieron. Así, el “razonamiento moral” del título de la obra colectiva es entendido como un mecanismo que “define acciones” (Shah, 2008: 119), movilizando un modelo de acción racional “corregido” por medio de la inclusión de dimensiones morales culturalmente especificadas, en el cual las personas actuarían “como seres humanos moralmente raciocinantes” (Shah, 2008: 129).

Si la noción de “código moral” cumple en el argumento de Shah un papel meramente subsidiario respecto de la de “cálculo moral”, en la coda escrita por Gregory (2008) para el mismo volumen colectivo puede verse con claridad meridiana de qué manera una prometedora propuesta de análisis fundada en una consideración de diversos “dilemas morales” (Gregory, 2008: 190ss), análoga a la de Zigon (2008), es abortada por la introducción de una perspectiva de la cultura que, en clave explícitamente geertziana, la piensa como un sistema de “significados compartidos” entre los cuales ocupan un esperable lugar de destaque los “valores involucrados en la regulación normativa de la conducta” (Gregory 2008:192, destacado nuestro). Siguiendo de cerca el argumento de uno de los textos tempranos y consagrados de Geertz, el autor contrapone la putativa moralidad de los actores sociales individuales (pathos) a un ethos compartido, “como la desviación se contrapone a la norma”, “como lo real [se contrapone] a lo ideal”, como “la emoción transitoria” a “el ideal permanente”, los accidentes a la esencia (Gregory, 2008: 193) o “lo pragmático a lo sintáctico” (Gregory, 2008: 198). Así, en un lenguaje que revela sus raíces jurídicas con demasiada literalidad y muy poca autoconciencia, el dominio de la moral es referido a aquellos “comportamientos que varían de la norma” (Gregory, 2008: 197), esto es de “el ethos de una comunidad o estado [que] provee los valores, entronizados [enshrined] en un código de ética escrito o no escrito que se espera que regulen la conducta de los ciudadanos” (Gregory, 2008: 193). La moral, por tanto, es para Gregory lo que ocurre cuando los actores se comportan de acuerdo con valores idiosincrásicos, o al menos que no son ampliamente compartidos por todos los miembros de la comunidad de la que forman parte (Gregory, 2008: 193), en un modelo en el que, incluso de manera más descarnada y desembozada que en el de Shah, la acción es explícitamente concebida bajo un modelo silogístico que, con una ingenuidad muy poco antropológica, se postula de manera explícita como propiedad transcultural de la acción humana (Gregory, 2008: 194).

Aun cuando podríamos multiplicar los ejemplos sin demasiado esfuerzo, creemos que los textos citados más arriba son suficientes para ilustrar esta visión jurídica de la moral en la cual un acto moralmente informado implica alguna forma de cálculo moral, esto es una consideración explícita y más o menos razonada de los principios involucrados en una acción futura o sus consecuencias plausibles, principios que a su vez estarían articulados en sistemas o códigos compartidos -al menos como referencia- por los miembros de un colectivo. Los comportamientos moralmente informados, por tanto, serían producto y resultado de un proceso explícito de deliberación en el cual la práctica efectiva surgiría a modo de conclusión una vez que las alternativas hubieran pasado por el tamiz silogístico de estos principios, valores o reglas y hubieran sido consideradas más o menos consistentes con ellos. Actuar moralmente sería, por tanto, sinónimo de actuar reflexivamente y con referencia a un sistema de reglas morales que constituirían un subconjunto o dominio particular de la “cultura compartida” de la “comunidad” o “grupo” del cual el actor moral en cuestión forma parte reconocida o reconocible.

Ahora bien: el que la ética filosófica y la filosofía del derecho hayan podido instalar durante tanto tiempo y con tanto éxito este modelo de cálculo moral como autoevidente -hasta el punto en que haya podido tomárselo en serio como paradigma de la agencia moral en ciencias sociales- no debe adjudicarse a un hipotético provincianismo. Al fin y al cabo este mismo modelo está presente de modo implícito en la idea de responsabilidad, tanto en su sentido ético como jurídico, que la mayor parte de nosotros utilizamos habitualmente y según la cual admitimos que una persona solo puede ser juzgada allí donde haya sido considerada responsable de sus actos, es decir, en la medida en que pueda asumirse más allá de toda duda razonable que fue consciente de sus acciones, de su naturaleza y de sus consecuencias probables al momento de perpetrarlas. Más aún, la autoconciencia reflexiva que esta visión de la moral supone se monta sobre una larga y prestigiosa tradición cuya encarnación eminente puede ser hallada en las prácticas ascéticas fundadas en la (auto)vigilancia permanente y reflexiva discutidas magistralmente por Foucault (1990) -y por Weber (2001 [1905]) antes que él- tales como el examen de conciencia de los estoicos, las regulæ monásticas de la Cristiandad Medieval o las prácticas del discernimiento y la dirección espiritual que habrían de extenderse por el catolicismo postridentino y el jansenismo.

Aun así, más allá de monasterios, confesionarios y comunidades de puros, la experiencia nos muestra que la mayor parte de las personas no se conduce -y ni siquiera aspira- a un grado tan alto de reflexividad moral en su vida social. Más bien al contrario: como han mostrado con suficiencia sociólogos de variadas estirpes entre los cuales los etnometodólogos sin duda alguna se llevan la palma (Alexander, 2000: 208ss)- solemos conducir nuestra vida social, dimensiones morales incluidas, de modo relativamente irreflexivo. La mayor parte de nuestras orientaciones valorativas, no menos que las de nuestros gustos, preferencias, inclinaciones y emociones, están de hecho incorporadas bajo la modalidad de disposiciones, y estas disposiciones -ya sea que se las piense bajo modalidades más “profundas” como el habitus de Bourdieu (2007) o bajo modalidades más “superficiales” como la conciencia práctica de Giddens (1995)- no son habitualmente conscientes para los actores sociales a la hora de actuar, aunque se admita que en circunstancias específicas puedan llegar a serlo (Zigon, 2007). Asumiendo que esta sea la situación, nos parece prudente plantear serias dudas acerca de la propiedad de la noción de inspiración jurídico-filosófica de “cálculo moral” como modelo para la acción social moralmente informada, y creemos más que razonable introducir una pregunta acerca de una cuestión empíricamente más accesible y heurísticamente más fecunda: la de qué circunstancias en la vida social cotidiana hacen posible, probable o incluso exigen una mediación reflexiva de la acción social, o para decirlo en términos de Giddens (1995) un paso de la conciencia práctica a la conciencia discursiva.

Recurriendo a un extenso repositorio etnográfico, podría señalarse a modo de primera aproximación que buena parte de la evaluación reflexiva de y en el seno de la vida social parece ser retrospectiva (Gluckman, 1972). Puesto de manera algo más sencilla: si bien, por las razones ya señaladas, no hay motivos para creer que el cálculo moral y su supuesto de racionalidad explícita estén presentes en forma habitual como parte de un proceso decisorio que precedería a la acción moralmente informada14, sí parece estarlo de modo eminente en los accounts, esto es la justificación ex-post de un determinado comportamiento ante uno mismo o ante terceros, toda vez que un comportamiento tal haya sido impugnado o al menos interpelado con un mínimo de vehemencia (Scott y Lyman, 1968). Como hemos ya señalado este es un uso aceptable de la noción de “moral reasoning” de modo tal que si por algún motivo quisiéramos conservar como instrumento analítico la noción de “cálculo moral” o alguna similar, deberíamos reinscribirla -siguiendo intuiciones como las de Austin (1957), Scott y Lyman (1968), Boltanski y Thévenot (2006) o Werneck (2012)- ya no como parte de una racionalidad que precedería a la acción, sino de una eventual lógica de la justificación ulterior a la misma. Puesto de la manera más sencilla posible: resulta razonable suponer que toda vez que el comportamiento de un actor sea interpelado o impugnado desde el punto de vista de un criterio moral, este se verá impelido a buscar y presentar algún tipo de justificación15 que haga referencia a uno o más valores que puedan presumirse como admitidos o admisibles tanto para sí como para sus impugnadores e interlocutores en relación con la situación objeto de impugnación o interpelación.16

Como hemos anticipado de modo oblicuo, la justificación ante una impugnación explícita por parte de terceros no constituye el único escenario en el que puede hacer su aparición una evaluación reflexiva: la reflexividad en materia moral también suele precipitar ante la percepción de otras clases de disrupción que bien pueden no implicar de suyo una impugnación directa. Como lo ha mostrado con claridad Jarrett Zigon (2007) los dilemas éticos -es decir, aquellas contingencias que ponen frente a frente y de manera visible valores que se consideran incompatibles a la vez que igualmente deseables- y las situaciones límite -esto es, aquellos escenarios en los cuales obrar en conformidad con las disposiciones morales habituales implica un alto costo- suelen precipitar a los involucrados en ellas en dirección de la reflexividad moral, esto es, los induce a referir sus comportamientos a algún criterio o categoría que los haga aceptables ante sí o ante potenciales otros significativos. A estas contingencias podemos agregar, en un gesto de inspiración durkheimiana, las transformaciones sociales súbitas o aceleradas (Alexander, 2009) que funcionan como una suerte de interpelación generalizada para aquellos que las atraviesan -o son atravesados por ellas (Grimson, 2002)-. Aun aceptadas estas salvedades17, sin embargo sigue siendo cierto que los contextos en los que los actores sociales son llevados por otros a justificarse ante sí mismos o ante terceros, como aquellos en los cuales las disposiciones morales habituales son empujadas en dirección de la conciencia discursiva, suelen ser excepciones puntuales -aunque no necesariamente poco frecuentes- en el discurrir ordinariamente irreflexivo de la vida social, de manera tal que lo que cabe esperar la mayor parte del tiempo es que su orientación moral esté informada en forma irreflexiva a través de una serie de disposiciones incorporadas (Zigon, 2007).

1.3. “Chabones con Códigos”18

Retomemos ahora la segunda de las premisas movilizadas habitualmente por esta visión more juridico del comportamiento moral: la que implica pensar las categorías movilizadas por este (los valores, si se prefiere) como jerarquizadas o jerarquizables en escalas más o menos unívocas, o codificadas de manera consistente en sistemas de reglas o gramáticas morales que prescribirían o permitirían adjudicar silogísticamente cursos de acción aceptables o valorados. Aun cuando no se siga necesariamente de ella, esta suposición acerca de la articulación sistemática de los valores morales en el marco de una “cultura” o “subcultura” determinada suele estar acompañada de la presunción de que también los valores de un actor social individualmente considerado se articulan según una lógica básicamente sistemática y consistente -ya sea que se la entienda en modo indicativo o imperativo (Lahire, 2004)-. Así, no son solo las culturas las que tienen “códigos morales”: sus miembros también los tienen, en su versión estilizada de “escalas de valores”.

Una vez más, estas presunciones pasan por encima del hecho empíricamente observable -y evidente tanto para filósofos y teólogos como para novelistas y dramaturgos desde mucho antes de la consolidación de nuestras disciplinas- de que los actores sociales han demostrado y siguen demostrando ser perfectamente capaces de sostener valores alternativos o incluso contradictorios en diversos escenarios o, aún peor, de que con frecuencia se ven obligados a ponderarlos unos contra otros en coyunturas involuntarias. Como los mejores trabajos empíricos en antropología de las moralidades han mostrado una y otra vez, los valores -si es que tiene algún sentido la hipóstasis- son movilizados según una lógica más afín a la del sentido práctico à la Bourdieu (2007) que a la silogística aristotélica inscripta en nuestro derecho y en nuestra moral de inspiración filosófica y teológica19. La apariencia de consistencia moral que percibimos en los actos ajenos y sobre todo en los propios no es más que eso: una apariencia falaz que da testimonio de nuestra capacidad de eliminar la disonancia cognitiva y montar sobre la base de una evidencia cuidadosamente seleccionada que estiliza el carácter complejo e irregular de nuestras vidas morales, ese halagador (auto)retrato que Bourdieu (1997) denominó “la ilusión biográfica” en virtud del cual solemos pensarnos como “personalidades integradas” con “escalas de valores” que regulan nuestra acción como seres éticamente coherentes y moralmente íntegros. Pero si es cierto, como tuvimos ocasión de mostrar en la sección precedente, que no tiene sentido pensar nuestra agencia moral bajo la forma de un cálculo racional, menos sentido aún tiene imaginar que nuestras prácticas se desplegarían more geometrico sobre la plantilla de una “escala de valores” o un “código moral” al que profesaríamos adhesión y que no solo regularía sino que describiría nuestro comportamiento efectivo.

Así, si esta visión elegante y halagadora del comportamiento moral sigue resultando persuasiva y persistente en nuestras propias teorías nativas acerca de qué implicaría actuar moralmente, es porque reproduce con fidelidad las narrativas que solemos desplegar cuando nos describimos como actores morales ante terceros, tal como lo demuestran una serie de expresiones corrientes y extendidas en varias latitudes como la ya mencionada “escala de valores”, a las que debemos agregar para el caso de la Argentina urbana contemporánea, una prolífica familia de sintagmas que giran en torno de la palabra “código” y que se han vuelto moneda corriente a la hora de presentar y evaluar comportamientos propios y ajenos.

En efecto: “tener códigos” en amplios sectores de la Argentina urbana contemporánea equivale a comportarse de manera escrupulosa en relación con una serie de principios morales implícitos pero explicitables que se suponen autoevidentes y por tanto compartidos por la totalidad de los miembros de un colectivo. Los “códigos” en cuestión pueden leerse, en la inmensa mayoría de los casos, como apócope de un “código de honor”20 aplicable a colectivos diversos -casi siempre masculinos- que se suponen regulados por una economía moral de esta clase. Es por eso que se habla con tanta ubicuidad como soltura de los “códigos de la amistad”, de los “códigos de la hinchada” o “del aguante” (Garriga y Moreira, 2006), o de los “códigos de la delincuencia” (Isla y Valdez Morales, 2003). “Tener códigos” implica en cada uno de estos casos sujetarse voluntaria y deliberadamente a diversos principios de honor y lealtad que se espera sean puestos por delante de una racionalidad utilitaria estricta, ya sea que estén referidos a la moral sexual -en los “códigos de la amistad” que implican que un varón “con códigos” no debería cortejar a la ex novia de un amigo, por deseable que sea, y por interesada que esta se muestre, o al menos no sin pedir antes permiso al amigo en cuestión-; a la valentía o el coraje, como en los “códigos del aguante” -y por ello un hincha “aguantador” no debería usar armas de fuego para dirimir un enfrentamiento (Garriga y Moreira, 2006)-; o a determinadas formas de la justicia en relación con las prácticas delictivas -y por eso un delincuente “con códigos” no debería victimizar a personas de su misma condición o más desfavorecidas que él, a vecinos cercanos o a actores que proveen un servicio valorado o socialmente reconocido en sus zonas de residencia tales como maestros, trabajadores sociales o médicos (Isla y Valdez Morales, 2003)-.

Ahora bien: en la medida en que esta visión de la conducta moral recogida en el lenguaje coloquial registra una fuerte afinidad con las representaciones ingenuas de la consistencia del comportamiento moral propio y ajeno señaladas más arriba, debemos tener sumo cuidado en no tomar las representaciones sistemáticas que nuestros nativos hacen de su comportamiento -sus teorías nativas sobre su comportamiento moral, por así decirlo- como evidencia de la existencia de esos inverosímiles códigos articulados a los que ellos hacen referencia en sus descripciones y explicaciones. Sabemos al menos desde Malinowski (1991) que cuando un investigador formula preguntas generales acerca de las prácticas obtendrá en forma casi invariable respuestas que refieren a hipotéticas reglas sistemáticamente articuladas, aun cuando la sujeción de las prácticas efectivas a esas “reglas” sea un hecho discutible, en el mejor de los casos (Firth, 1963; 1964). También sabemos, por las mismas razones, que la entrevista como dispositivo metodológico -en realidad, cualquier forma de interrogación explícita o sistemática- tiende a producir respuestas que introducen una coherencia inherente a una retórica de la exposición y de la autopresentación no solo distinta sino fundamentalmente incompatible con y distorsionadora de la lógica de la práctica (Bourdieu, 2007). Nos apresuramos a señalar que no creemos que tenga de suyo nada de malo el intentar articular en un modelo analítico las referencias que nuestros nativos hacen a sus valores morales, pero dar el paso adicional de transformar nuestro modelo sistemático en un código de existencia efectiva que regularía las prácticas de los actores implica -si se nos disculpa la enésima referencia bourdiana- tomar el modelo de la realidad por la realidad del modelo. Si los antropólogos debemos estar siempre vigilantes ante la posibilidad de estar “comiendo de la boca del nativo” -es decir, de transcribir las teorías nativas en clave analítica sin mediaciones conceptuales ni trabajo teórico- debemos mostrarnos doblemente precavidos allí donde las teorizaciones nativas resuenen con las nuestras: de lo contrario corremos el riesgo de reintroducir de manera irreflexiva una serie de desfasajes teóricos sedimentados en un “sentido común” que corre siempre muy a la zaga de nuestros refinamientos conceptuales y que por ende se llevan mal tanto con nuestras propuestas teóricas explícitas como con nuestras cuidadosas y complejas reconstrucciones etnográficas de lo que la cultura o la moral son o hacen en los escenarios siempre complejos de la vida social.

Un texto que ilustra de manera aguda algunas de las consecuencias y los problemas de un potencial deslizamiento de esta clase es Delito y Cultura. Los Códigos de la Ilegalidad en la Juventud Marginal Urbana de Daniel Míguez (2008). Como ya lo hemos sugerido en passant -y como el mismo autor no deja de señalar- “código”, en la habitual colocación coloquial ya señalada de “tener códigos” o no tenerlos resulta una categoría sumamente presente en el mundo delictivo, donde es movilizada con frecuencia por diversas clases de actores para discutir acerca de los límites de una serie de prácticas moralmente aceptables o condenables -y en particular como estrategia de distinción entre “viejos” y “nuevos chorros” o entre “delincuentes” y “cachivaches” (Isla y Valdez Morales, 2003)-. De esta manera, la elección del título bien podría leerse como un intento autoconsciente de explotar la ambigüedad entre “código” como categoría nativa y ‘código’ como concepto analítico. Sin embargo, como veremos en breve, todo ocurre como si en determinados pasajes puntuales del argumento la frontera entre ambos usos se volviera demasiado permeable y la reflexividad del autor perdiera el control sobre los deslizamientos entre uno y otro registro, que amenazan colapsar en una representación de los mundos morales de los delincuentes como universos sistemáticamente codificados que regularían su comportamiento efectivo, y que reproducen con frecuencia los relatos que estos mismos actores presentan acerca de sí mismos y de otros.

Una vez más nos apresuramos a señalar que, como resulta evidente de la lectura del texto, el autor se muestra consciente de las críticas al “concepto clásico de cultura” y sus alcances. Su mapa analítico, escrupulosamente desplegado al inicio del texto, busca alejarse de culturalismos ingenuos partiendo explícitamente de una consideración no trivial de las relaciones entre “condiciones estructurales, sistemas de representación y prácticas” (Míguez, 2008: 14), deudora del esquema estructura-cultura-biografía de la Escuela de Birmingham al cual volveremos a hacer referencia más adelante (Hall y Jefferson, 2002; Cohen 2002). Al igual que en el caso de Grimson, Míguez es consciente de que estas “subculturas” implican “continuidades y rupturas” que son resultado de una trama de conflictos y que implican “tensiones y ambigüedades” en los que las “estrategias” rara vez resultan de una “conciencia instrumental” (Míguez, 2008: 19-20). Y aun así, a la hora de caracterizar los valores y representaciones sobre la base de los cuales los actores sociales que constituyen el objeto de su estudio definen y califican prácticas propias y ajenas, la retórica del argumento se desliza con facilidad -con demasiada facilidad- hacia un lenguaje de “sistemas”, “normas” y “pautas culturales” que resulta en gran medida inconsistente no solo con la riqueza de su material etnográfico sino con los usos que el propio autor hace del mismo.21 La noción de subcultura como un “sistema de representaciones y relaciones sociales” (Míguez, 2008: 24ss) se apoya, una vez más, sobre ese supuesto de consistencia al que hemos tenido ocasión de referirnos en la sección precedente y que tanto los propios datos del autor como el tratamiento que hace de ellos desmienten con suficiencia.

Merece particular interés, en este sentido, el Capítulo III del libro que lleva por nombre “Taxonomías Tumberas” (Míguez, 2008: 105ss) el cual, en palabras del autor, intenta reconstruir “un orden social que estructura el mundo del delito y que tiene sus propias reglas, sus códigos y sus lógicas” que definen “el corazón o núcleo de la subcultura del delito” (Míguez, 2008: 106, destacado nuestro), dado que es en este punto de la obra donde creemos que pueden verse con mayor claridad los efectos de esa deuda que la noción de código tiene con la tradición jurídica a la que ya hiciéramos referencia. Así, el texto afirma verbatim:

el mundo delictivo se ordena por una suerte de normas de derecho consuetudinario de tradición oral y se expresa más o menos explícitamente en un complejo sistema de clasificaciones taxonómicas de algo así como castas o estratos. (106, destacado nuestro)

Los recaudos supuestos por las cualificaciones del tipo “una suerte de”, “más o menos explícitamente” o “algo así como” -que como Kenneth Burke (1984) nos enseñó hace tiempo son maneras de negar lo mismo que se afirma- son una suerte de prolegómeno a lo que sigue: una lección magistral por parte del propio autor de algunas de las razones por las cuales las prácticas que se dispone a describir y analizar con agudeza no podrían ni deberían pensarse como códigos. Recogiendo el mismo caveat malinowskiano al cual recurriéramos al inicio de la presente sección, Míguez afirma que “como hace tiempo nos lo enseñó Bronislaw Malinowski, no debe suponerse que este conjunto de normas y clasificaciones opera rígidamente” y que “la aplicación de normas y taxones (...) operan de la manera que la antropología documentó largamente: son instrumentos mediante los cuales se dirimen los significados de las acciones y se debate el estatus de las personas, pero no poseen una relación lineal con estos” (Míguez, 2008: 106), luego de lo cual procede a demostrarlo en un brillante tour de force etnográfico en torno del concepto nativo de “aplicar” (esto es “la manera en que un integrante del mundo delictivo puede disputar discursivamente el estatus de otro”) (Míguez, 2008: 117).

Luego de esta magistral lección etnográfica, sin embargo, y a la hora de interpelar teóricamente las lecciones extraídas de sus materiales etnográficos, el autor vuelve a verter el vino nuevo en odres viejos y dedica considerables energías a reinscribir los complejos procesos y prácticas descriptos en las estrechas metáforas del derecho, la lógica, el sistema y las reglas de procedimiento. Así, Míguez señala por ejemplo que “para poder aplicar se debe poseer un manejo fluido del universo de lexemas que contiene el sistema de clasificaciones de la cultura delictiva, y tener también un conocimiento de las reglas que regulan su utilización” (Míguez, 2008: 117), aunque se apresura a añadir que “eso sólo no alcanza” y que “igual que con cualquier otro ‘juego del lenguaje’, hay que haber internalizado el ‘sentido del juego’ para saber cómo deben ser utilizadas estas reglas en cada circunstancia específica” o que “incluso, debe conocerse cómo pueden ser legítimamente violadas, sin quedar descalificado”.

Ahora bien, si tomamos en serio esa segunda especificación, deberíamos suponer que tendríamos por un lado una serie de códigos que incluirían tanto clasificaciones articuladas sistemáticamente como reglas de uso establecidas -y que con frecuencia coinciden de forma demasiado elegante con las representaciones que los nativos tienen de sus jerarquías y sistemas de clasificación- y por el otro una suerte de “sentido del juego” bourdiano (o más bien wittgeinsteniano) que entraría en vigencia a la hora de regular los usos concretos y contextualmente específicos de unas y de otras. De esta manera las clasificaciones articuladas de manera sistemática podrían ser movilizadas de modo inconsistente con su lógica intrínseca y con sus reglas establecidas de uso. Pero si este es el caso, un lector atento no podría dejar de plantearse la siguiente pregunta: estos usos, que incluyen la especificación contextual e incluso la violación tan explícita como exitosa de las reglas, ¿están en sí mismos regulados o no? Si la respuesta es afirmativa no se ve por qué se presentan como si fueran algo distinto de los códigos y las reglas cuyos usos (meta)regularían: en todos caso serían códigos y reglas de un mayor nivel de abstracción. Pero si la respuesta es negativa y por tanto no lo están -y esta parece ser la opinión del autor, en la medida en que propone un “sentido del juego” a modo de recurso ad hoc para reintroducir el dinamismo de la vida social en un planteo demasiado rígido- no se entiende cuál sería la ventaja heurística de presentar códigos y reglas como sistemáticos, articulados y consistentes, para inmediatamente dar permiso a los actores de ignorar esta sistematicidad, esta articulación y esta consistencia en forma no sistemática, articulada ni consistente a la hora de ponerlos en acción. ¿Qué sentido tendría entonces aferrarse obsesivamente a una noción de código que sigue sugiriendo una ejecución sistemática y sujeta a normas, y que por añadidura corre el riesgo de reinscribir en lenguaje teórico una serie de pretensiones nativas de sistematicidad y racionalidad axiomática que resuenan con nuestras propias nociones ingenuas?22 ¿No sería mejor renovar nuestro léxico conceptual y reemplazarlo por otro que no nos sometiera al funambulismo intelectual y retórico de postular la existencia de un código para después vernos forzados a explicar en una serie de contorsiones retóricas por qué ese código no funciona como se supone que un código lo haga, a la vez que nos evitara -o al menos hiciera más difíciles- potenciales deslizamientos entre las categorías y representaciones de nuestros nativos y los conceptos y modelos de nuestro propio abordaje analítico?

1.4. A Modo de Recapitulación: Los Atavismos del Código

Llegados a este punto y habiendo presentado ya algunos ejemplos notorios de los usos persistentes de la noción de código tanto en sentido literal como metafórico en relación con la cultura y las prácticas sociales -incluso en textos de autores que exhiben una familiaridad evidente con los debates recientes y que son conscientes de sus consecuencias en términos de la reconstrucción analítica del concepto de cultura- podemos preguntarnos una vez más (aunque en un texto de la extensión de un paper la pregunta no pueda ser más que retórica) a qué podríamos adjudicar la obstinada pervivencia de estos usos. ¿Se trata de una suerte de automatismo pavloviano, que reintroduce de forma mecánica atavismos conceptuales cada vez que nuestra reflexividad se relaja? ¿O quizás de una insuficiente distancia respecto de las representaciones que nuestros nativos -y nosotros mismos, claro, en tanto nativos- construyen y presentan de sí y de sus comportamientos, en términos de racionalidad, regularidad y sistematicidad, particularmente en contextos de entrevista? ¿O de que aún no hemos conseguido liberarnos -o siquiera volvernos lo suficientemente conscientes- de la herencia gramatical y jurídica sedimentada en la genealogía de nuestra disciplina y de su aparato conceptual, y que sigue por eso siendo introducida de contrabando en sus metáforas usuales?

Como de costumbre, lo más probable es que se trate (al menos en parte y de forma no taxativa) de una combinación de todos esos factores. Lo cierto parece ser en cualquier caso que “código” habría devenido una manera de decir ‘cultura’ en esa acepción clásica que ha sedimentado en el “sentido común” de las sociedades contemporáneas -antropólogos fuera de servicio incluidos- por debajo del radar y sin hacer saltar las alarmas epistemológicas y teóricas de sus críticos. Lo que queremos decir, entiéndase bien, no es que la mayoría de los antropólogos -o siquiera un número considerable de ellos- siga pensando o escribiendo como si nada hubiera sucedido en los últimos treinta o cuarenta años en materia de debate en torno del concepto de cultura. Lo que sostenemos es que incluso cuando estemos al tanto de estas discusiones, cada vez que nuestra vigilancia epistemológica se relaja se abre el camino para que nuestros automatismos intelectuales vuelvan a configurar el modo en que pensamos las prácticas sociales sobre la base de una serie de supuestos, metáforas y tropos de inspiración gramática o jurídica, rara vez explícitos o explicitados, que interfieren efectivamente con nuestra capacidad de comprender la vida social de modo consistente con los refinamientos recientes de nuestras disciplinas, y que implican borrar con el codo de la inercia terminológica mucho de lo que la mano de la depuración conceptual nos habría permitido ganar en las últimas décadas de debate teórico.

2. Cultura y Agencia: del Comportamiento Sujeto a Reglas a la Movilización de Recursos

Recapitulemos: como ya tuvimos ocasión de señalar los “culturalismos del código” abrevan en una doble herencia normativa que puede rastrearse en la gramática y el derecho, y sobre la base de la cual se sigue argumentando como si la “cultura” pudiera pensarse como uno o más “códigos compartidos” que estarían conformados por reglas y sistemas de reglas que estipularían los comportamientos socialmente aceptables. A todo lo dicho al respecto cabe agregar, más allá de la ambigüedad ya señalada por Bourdieu (2007) respecto del término “regla” en las ciencias sociales -a veces utilizado como sinónimo de prescripción normativa, a veces como equivalente a ‘regularidad empírica’- que la idea de “comportamiento sujeto a reglas” implicada en la versión de la acción moral que reconstruyéramos en las secciones precedentes, y que es movilizada de manera implícita o explícita por estos “culturalismos del código”, se presenta como deudora o bien de un determinismo estructural que probablemente pocos antropólogos o sociólogos contemporáneos estarían dispuestos a suscribir, al menos públicamente, o bien de ese supuesto de racionalidad fundada en el cálculo moral que ya fuera puesto en cuestión en las secciones que anteceden. Ahora bien: una vez que admitimos que no tiene sentido afirmar que los actores sociales están determinados por las reglas, y que no puede suponerse que estén siguiendo reglas cuando llevan a cabo acciones moralmente informadas -o a fortiori acciones de cualquier clase-: ¿cómo podríamos describir de manera no trivial lo que están haciendo? ¿De qué manera podríamos caracterizar el papel y el estatuto de las categorías morales y de la “cultura” de la que estas forman parte en el despliegue de su vida social?

A los fines de abordar esta pregunta procuraremos, a lo largo de la presente sección, presentar un aparato terminológico y conceptual que pretende evitar -o al menos dificultar- estrellarnos una y otra vez contra el arrecife de estos supuestos marcadamente inconsistentes con la sofisticación conceptual alcanzada por la teoría antropológica de finales del siglo XX y principios del XXI. Siguiendo el dictum de Latour (2008: 49-50ss) acerca de la necesidad de utilizar un lenguaje “ligero” que movilice conceptos más “vagos”, “vulgares” y “débiles” que los de los actores que estudiamos, esbozaremos una propuesta alternativa acerca de “la cultura” y su rol en las prácticas sociales originalmente forjada y puesta a prueba en nuestra propia investigación en el campo de la etnografía de las moralidades23 que, a la vez que hunde sus raíces en la tradición procesualista de parte de la antropología social británica de mediados de siglo (Firth, 1963 y 1964; Leach, 1977; Barth, 2000; Turner, 1971), reconoce fuertes afinidades con la ya mencionada teoría de la práctica en sociología y con sus desarrollos epigonales en antropología (Sewell, 1992; Ortner, 2006).

Comencemos por una advertencia no por repetitiva menos necesaria: al igual que lo argumentara Brumann (1999) respecto del concepto de cultura en general, nuestra recusación militante de la idea de cultura-como-código no debe leerse como una invitación a tirar el proverbial bebé con la no menos proverbial agua del baño. Que nos rehusemos a pensar la cultura como código no equivale a negar que existan recurrencias en el comportamiento de los actores sociales, y mucho menos predicar una afectada renuncia posmoderna a la posibilidad de reconstruirlas analíticamente. Afirmar -para ponerlo del modo más tajante posible- que la palabra “código” y sus cognados deben ser desterrados del lenguaje explicativo de las ciencias sociales y mantenidos bajo severa vigilancia a la hora de construir teoría social, debe leerse tan solo como una invitación a poner en cuarentena una terminología cuya carga semántica sedimentada pueda alentar o incluso permitir deslices hacia estas visiones atávicas de la “cultura” y de la “moral” ya señaladas, para utilizar en cambio un aparato conceptual y un léxico atentos a las dimensiones procesuales de la vida social y al rol de la agencia en la emergencia, configuración, reconfiguración y “cierre” de sus dimensiones estructurales (Turner, 1971), en el marco de una propuesta en la que estructura y agencia sean comprendidas como dimensiones indisociables de un proceso dual de estructuración (Giddens, 1995; Sewell, 1992) y no como la actualización o la ejecución -por virtuosa que se la postule- de un código preestablecido y preexistente a las prácticas de los actores.

A estos fines propondremos la introducción de un léxico en el que ocupan un lugar central las nociones de recursos y de repertorios24, y sus complementos activos, las de apropiación, movilización y formas de uso socialmente disponibles o habituales de estos recursos. Quisiéramos dejar en claro que la elección de estos conceptos no implica que los postulemos como la única alternativa posible a la hora de pensar la “cultura” por fuera de la gastada metáfora de los códigos: nuestra preferencia por ellos tiene que ver con diversas razones, muchas de ellas ya anticipadas. En primer lugar, responden a la intención de recuperar una tradición procesualista de larga data en antropología que creemos que aún conserva gran parte de su fecundidad y vigor (Malinowski, 1991; Firth, 1963 y 1964; Leach, 1977; Barth, 2000; Turner, 1971). En segundo lugar, a que entendemos que posibilitan un diálogo significativo con los desarrollos contemporáneos en teoría social sindicados con el nombre de “teoría de la práctica” (Ortner, 2006) y en particular con varias de sus formulaciones más recientes (Lahire, 2004). Y en tercero porque, como ya tuvimos ocasión de señalar, nos parecen consistentes con la fecunda provocación de Latour (2008) respecto de la necesidad de construir infralenguajes descriptivos que no procuren imponerse sobre las descripciones que los nativos ofrecen de lo que están haciendo y de sus motivos.

Comencemos entonces, sin más preámbulos, con el supuesto de que los actores sociales, en virtud de sus posiciones y trayectorias en el marco de su colectivo de referencia25 (su “sociedad” en el sentido más amplio de la palabra, pero también cada nuevo escenario social o institucional al que acceden) entran en contacto, a través de sus trayectorias biográficas -esto es de los procesos de socialización26 y la configuración y reconfiguración permanente de sus lazos de sociabilidad- con diversos recursos27 tanto materiales como simbólicos.28 Tales recursos son habilitados o puestos al alcance de los actores en relación con estas posiciones sucesivas que van ocupando en la estructura de sus colectivos de referencia -estructura que por su parte también es resultado de un proceso continuo de construcción/transformación- en el despliegue de sus trayectorias biográficas.29 Asimismo, los actores sociales no solo entran en contacto con los recursos propiamente dichos, sino también con formas socialmente disponibles o habituales de utilizarlos, combinarlos y movilizarlos para fines determinados.30 Estas formas socialmente disponibles de uso, por supuesto, no solo son aprendidas de otros actores31 sino que cada vez que son puestas en práctica se abren a la interpelación potencial de terceros que tienen acceso directo o mediado a ellas o a sus consecuencias.

Más aún, son esas formas socialmente disponibles las que hacen de los recursos, recursos de determinada clase, en la medida en que una o más de estas formas estarán asociadas a ellos con mayor o menor grado de intensidad. Asimismo, si bien en principio todo recurso aparecerá objetivado en alguna forma, ya sea como objeto propiamente dicho o como parte de la práctica de otros actores, muchos de entre ellos irán siendo incorporados -junto con una o más de sus modalidades socialmente disponibles de uso- como disposiciones más o menos duraderas (Bourdieu, 2006). De otros recursos se incorporarán solo una o más de sus modalidades habituales de uso y estos permanecerán en estado objetivado para ser movilizados a futuro con diversos fines y en diversos escenarios de la vida colectiva.

Los recursos con los que los actores sociales van siendo puestos en contacto a lo largo de sus trayectorias biográficas pueden ser analíticamente reunidos en una serie de repertorios. Los repertorios pueden pensarse como conjuntos más o menos abiertos y más o menos cambiantes de recursos asociados sobre la base de afinidades fundadas en sus modalidades socialmente habituales de adquisición, circulación, acumulación, acceso o uso en determinado colectivo de referencia.32 Aun a riesgo de irritar a nuestros lectores con un exceso de insistencia, quisiéramos subrayar que ‘repertorio’ no puede pensarse o utilizarse como si fuera un eufemismo políticamente correcto para “código”: los repertorios no son códigos no solo porque no se supone que estén cerrados o sistemáticamente articulados sobre la base de lógica alguna, sino porque no puede pensárselos ni como activos ni como prescriptivos dado que no son, en último término, más que un dispositivo analítico que nos permite organizar taquigráficamente las formas más frecuentes en que los recursos se asocian -es decir son asociados por los actores- a la hora de ser adquiridos, puestos en circulación o movilizados. Los repertorios -si se nos permite decirlo de manera tan impropia como gráfica- no tienen el mismo grado de “entidad” que los recursos: son solo una etiqueta conveniente para referirnos a un conjunto de asociaciones habituales que los actores establecen a la hora de movilizar, apropiarse, hacer circular o asociar recursos de cualquier otra manera concebible. Los repertorios son -para ceder al lenguaje escolástico- “entes de razón” y pensarlos bajo la modalidad del código supone caer en la doble falacia -la falacia naturalista más la de la misplaced concreteness- de confundir los usos habituales de los actores con putativas prescripciones acerca de los usos que serían parte de la “realidad” de la cultura.

Ciertamente, como hemos afirmado siguiendo a Brumann (1999) y a Grimson (2011), las formas en que los recursos se asocian no son aleatorias ni arbitrarias, y no cualquier asociación de recursos es igualmente probable -o siquiera concebible- en la medida en que determinados usos socialmente disponibles de recursos extendidos en el espacio y en el tiempo producen efectos de sedimentación histórica que los transforman en disposiciones incorporadas. Pero aun así no todas sedimentan por igual o con igual fuerza y es por ello que el grado en que las asociaciones de recursos son movilizadas de manera “compartida” en las prácticas de los actores es bastante irregular -y correlativo con el grado de sedimentación o incorporación de las mismas- en un continuum decreciente que va desde, digamos, la gramática del lenguaje articulado hasta el efímero hit musical de las discotecas de los balnearios de moda en el último verano.

“Apropiados” y “movilizados” constituyen términos clave en este esquema: los recursos con los que las trayectorias biográficas ponen en contacto a los actores sociales están en disponibilidad, por así decirlo, hasta que sean efectivamente apropiados, ya sea que esto implique el ser incorporados junto con determinadas maneras socialmente disponibles de utilizarlos o que éstas sean incorporadas mientras que los recursos se mantienen en un estado objetivado para ser ulteriormente movilizados para algún propósito específico. Como debería quedar claro a esta altura del argumento, el proceso de apropiación es parte integral de la noción de recurso tanto como el de sus formas socialmente disponibles de utilización: sin agencia no hay recursos más que “en potencia” aunque esa agencia, por supuesto, no sea una entelequia a-cultural, sino una forma de ser y de obrar configurada por los usos habituales y más o menos aceptables que estos actores han visto a otros actores hacer de estos recursos, por los usos precedentes que ellos mismos hayan hecho de estos y de otros recursos en situaciones anteriores, y por lo que otros dicen y permiten en relación con lo que un actor hace con ellos. Justamente esta última dimensión atañe -aunque no podamos extendernos aquí sobre una cuestión que requeriría de una discusión más compleja y pormenorizada que la que el espacio y el carácter propedéutico de esta discusión permiten- a los efectos de las diferencias de poder, que podemos referir no solo a la legitimidad potencial de los usos que un actor hace de un recurso a los ojos de otros actores -es decir, a la posibilidad de interpelación- sino también a la cantidad y variedad de recursos a los que un actor tiene acceso en un momento determinado, así como a la posibilidad de imponer o retirar recursos del acceso de terceros o -en último término- de transformar a los propios actores sociales y sus recursos en recursos para uso propio.

A diferencia, por tanto, de lo que implican las nociones de ‘código compartido’ y de ‘comportamiento sujeto a reglas’, la relación entre los actores sociales y los recursos a los que tienen acceso debe pensarse siempre como abierta-o dinámica, si se prefiere- y esto por varias razones. En primer lugar, porque los actores sociales se desplazan continuamente -tanto en sentido literal como metafórico-33 de modo que sus trayectorias biográficas con frecuencia los ponen en contacto con nuevos recursos, con nuevos usos para viejos recursos o con nuevos juicios acerca de sus usos habituales, a la vez que pueden volver irrelevantes otros que serán movilizados cada vez con menor frecuencia para ser finalmente abandonados o dejados a un lado. En segundo lugar, porque como hemos adelantado los repertorios no pueden pensarse como “lógicas”, “sistemas” o conjuntos cerrados en la medida en que no son sino una manera económica de referirnos a asociaciones habituales de recursos en un escenario dado: los actores sociales por consiguiente no solo pueden contribuir sino que de hecho contribuyen con frecuencia a la reconfiguración activa de uno o más repertorios -esto es, de asociaciones socialmente disponibles de recursos- modificando viejas asociaciones, agrupando, reinterpretando, trasladando o removiendo recursos en asociaciones nuevas, a la vez que desarrollando, transformando, imitando, aprobando o censurando formas socialmente disponibles de movilizarlos y combinarlos. Asimismo, los repertorios a los que los actores sociales tienen acceso son siempre múltiples y variados y si bien aquellos dispuestos a dejarse tentar por el esprit de géométrie pueden consolarse pensando, así más no sea a título de hipótesis de trabajo, que los repertorios disponibles para un actor social cualquiera en su o sus colectivos de referencia estarían más o menos articulados -un poco al modo de las metáforas wittgeinstenianas del “aire de familia” (Wittgenstein, 1996) o de los hilos de la cuerda (Wittgenstein, 1999), o del símil de Geertz (1987) cuando piensa la articulación de la cultura como análoga a la del sistema nervioso del pulpo-, no hay razones para pensar d’abord que los repertorios sean consistentes en un alto grado ni en lo que hace a la articulación de los recursos reunidos en cada uno de ellos, ni en lo que hace a las mutuas relaciones entre repertorios disponibles para actores de un mismo colectivo de referencia.34 Tampoco tendría sentido pensarlos como compartimientos estancos o mutuamente excluyentes: en la medida en que -como señaláramos- la noción de repertorio no es más que un atajo analítico para caracterizar recursos que en algún sentido “suelen ir juntos” en los usos habituales de los actores de un colectivo social determinado, puede pensarse sin dificultad en una multitud de recursos adjudicables a múltiples repertorios, o incluso en grandes porciones de recursos “compartidos” por uno o más de ellos. En la medida en que la articulación de los recursos en repertorios es -en el mejor de los casos- una articulación contingente que tiene que ver con la frecuencia de las asociaciones socialmente habituales entre ellos, se comprende por qué y hasta qué punto sea central el rol de la agencia en la apropiación y movilización de los recursos. Aunque uno pueda pensar que por efecto de la sedimentación histórica repertorios “similares” estarían en principio disponibles para aquellos actores sociales que ocupen posiciones homólogas, o que hayan transitado trayectorias análogas en la estructura social, los recursos que serán efectivamente movilizados en una situación concreta dependerán de los procesos específicos de apropiación que unos y otros desplieguen en relación con sus biografías acumuladas, incluyendo las interpelaciones específicas sufridas en ocasión de su movilización previa y sus efectos sedimentados.

Llegados a este grado de complejidad conceptual y de proliferación terminológica, quizás sea oportuno introducir una analogía que, aunque limitada y potencialmente distorsionadora como todas las analogías, esperamos contribuya a iluminar al menos en parte los principales aspectos de nuestra propuesta y de las mutuas relaciones entre los conceptos que hemos estado discutiendo y los procesos a los que refieren.

Imaginemos un supermercado, virtualmente ilimitado -aunque no infinito- en el cual se encuentran dispersas un número indeterminado de personas, agrupadas en “racimos”. Cada persona, si bien potencialmente podría recorrer buena parte de él, de hecho permanecerá la mayor parte del tiempo -y sobre todo al inicio de su vida- en uno o en unos pocos sectores: ese sector o sectores constituyen el más amplio colectivo de referencia del actor en cuestión (dicho de modo desprolijo, su “sociedad”) en el cual tendrán lugar las primeras etapas de su proceso de socialización.

Asimismo, como todo supermercado, el que nos ocupa está poblado por un conjunto de góndolas con estanterías, que van desde el suelo hasta el techo de modo tal que cada uno de nuestros agentes tendrá, en virtud del lugar donde se encuentre, acceso potencial a un número más o menos reducido de góndolas. Cada góndola contiene en sus anaqueles numerosos productos, aunque a diferencia de los supermercados convencionales en el nuestro hay productos que se repiten en varios estantes de una misma góndola, y aun entre muchas góndolas distintas, incluso cuando estas góndolas puedan estar muy distantes las unas de las otras. También se diferencia de ellos por el hecho de que los productos en una góndola o estante no suelen ser tan homogéneos como los de un supermercado: los hay de muchas clases distintas. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que como los estantes están a distinta altura el acceso efectivo que cada uno de nuestros actores pueda tener a los productos colocados en ellos dependerá en gran medida de su estatura: cada persona podrá en principio acceder con comodidad a los estantes que están más o menos a la altura de su cabeza -y a uno o dos situados más arriba o más abajo, poniéndose en puntas de pie o inclinándose- pero acceder a los estantes que están muy por debajo de la propia cabeza requiere de algunas contorsiones incómodas y acceder a los que están muy por encima resulta, al menos en un primer momento, imposible.

Como la gran mayoría de los lectores habrá ya adivinado, las góndolas y estantes se corresponden con lo que hemos denominado “repertorios” y sus contenidos representan nuestros “recursos”. La estatura, por su parte, funciona como una analogía unidimensional y muy inadecuada de la posición de los actores en la estructura de sus colectivos de referencia.35

Continuemos, en un principio, como decíamos, las personas tienen acceso a los estantes situados en las góndolas más próximas a ellos y que se encuentran más o menos a la altura de sus cabezas. Asimismo, pueden ver lo que otras personas, de estaturas similares o distintas de las propias, hacen con los contenidos de los diversos estantes, y también se ven continuamente interpelados por indicaciones, mandatos, comentarios, sugerencias, sonrisas de aprobación o ceños fruncidos en señal de impugnación cuando se enfrentan a las góndolas y los productos, en especial cuando lo hacen por primera vez. Asimismo, las personas no solo toman y guardan lo que encuentran en los estantes, sino que someten a estas mercancías a distintos usos, una vez más, sobre la base de lo que ven a otros hacer con ellas. Claro está que no toda mercancía permite cualquier uso, y que en ocasiones los márgenes de uso potencial son estrechos, pero aún así, las personas no dejan de experimentar con ellas de cuando en cuando. Muchas veces, como en el caso de los alimentos, las bebidas, los cosméticos, los medicamentos, las prótesis o las tintas para tatuar, las asimilan o las unen de manera más o menos duradera al propio cuerpo.36 Algunas veces se las ponen y otras las guardan a la espera de una ocasión de utilizarlas. No resulta inusual que se aficionen a una o más de ellas, y que las busquen activamente una y otra vez. Otras veces las prueban y deciden que no son para ellos, u otros les dicen que no son para ellos y pueden terminar por acordar y rechazarlas. Asimismo, nuestros agentes en ocasiones reorganizan los estantes, cambian cosas de lugar, trasladan cosas hacia arriba o hacia abajo o -si a lo largo del tiempo se han desplazado a sectores más remotos del supermercado-, traen o llevan cosas de estantes lejanos hacia estantes más cercanos y viceversa, o prueban combinaciones de productos o usos novedosos. Y, por supuesto, instruyen a los recién llegados en los productos y en los modos correctos de utilizarlos y disfrutarlos, así como discuten con sus semejantes respecto de virtudes y defectos de unos y de otros.

Las góndolas y estantes, si bien tienen sus contenidos organizados bajo cierto criterio de afinidad que resulta de la suma de sus usos previos por parte de anteriores usuarios, invitan pero no prescriben. Más allá de las limitaciones señaladas -si soy de muy baja estatura, no voy a poder alcanzar los estantes más altos sin elevarme de alguna forma, obteniendo algún producto que me permita elevarme o la ayuda de alguien más alto que yo que tenga acceso a ellos- los actores tienen un margen relativo de elección, mayor en relación con algunos estantes y productos, menor con otros, y esto siempre en el marco de lo que otros actores han hecho o hacen con unos y con otros, o de lo que indican, afirman o sentencian que puede, que debe o que no debe hacerse. Apenas puede dudarse de que es muy probable que un actor determinado preste mayor atención a los productos que están juntos en un mismo estante, máxime si ese estante está delante de él o no exige agacharse demasiado, y aún más si ha visto a otros hacer lo mismo a lo largo de un lapso regular, pero estrictamente hablando no hay ninguna obligación de consumir juntos los productos que aparecen contiguos en el estante -por más que la comodidad, el hábito o la historia acumulada de los consumos anteriores puedan llevarnos a hacerlo sin mayor detenimiento-. Sin duda alguna, un observador podría -incluso con cierta facilidad- deducir patrones de lo que las personas consumen y algunos de estos patrones se le aparecerían como muy extendidos y estables, pero esos patrones no están predeterminados por el contenido de los estantes ni pueden deducirse de ellos a priori, ni los estantes tienen nada que decir acerca de lo que las personas hacen con los productos que contienen -aunque por supuesto, las otras personas cercanas sí se pronuncien con frecuencia y sin mayores reparos acerca de estos productos y de los usos que ven a otros hacer de ellos-, y de que no todos los usos o combinaciones sean igualmente frecuentes, posibles o -en el extremo- imaginables.

Quizás sea un buen momento para detener la analogía, antes que el entusiasmo retórico nos lleve más allá de lo prudente: nuestros lectores, en todo caso, podrán seguir jugando con ella tanto como lo deseen. Lo que quisimos hacer al introducirla -aun conscientes de las limitaciones y los riesgos de un procedimiento como este- es tratar de ilustrar mediante una imagen lo más gráfica posible el modo en que pensamos la relación entre “cultura” y “agencia”, de modo tal que se entienda de la mejor manera posible qué es lo que queremos decir exactamente cuando afirmamos que el comportamiento social -y por añadidura el moral- no debe interpretarse como si surgiera de la aplicación mecánica de reglas internamente consistentes y jerarquizadas que los actores seguirían de acuerdo con un procedimiento, sino que resulta de la movilización de ciertos recursos apropiados activamente a lo largo del proceso siempre inacabado de socialización, en formas socialmente disponibles que los actores ponen en juego de manera igualmente activa en el transcurso de la vida social, de modo relacional e interpelando y siendo interpelados por otros, en orden a procurar fines diversos en escenarios específicos. Los recursos a su vez, son transformados en este proceso, en la medida en que sus usuarios articulan, rearticulan, crean, destruyen y transforman las modalidades habituales -los repertorios- en los que éstos aparecen, se adquieren y circulan en forma siempre dinámica, y a veces novedosa.

3. Reflexiones Finales

Luego de este tour de force crítico, teórico y conceptual no nos parece demasiado recomendable extender un texto ya de por sí más largo de lo prudente. Así las cosas, solo quisiéramos a título de cierre procurar suavizar algo de los excesos retóricos de un argumento necesaria y deliberadamente polémico, para proponer una lectura del mismo en clave de triple invitación: en primer lugar a dejar atrás, de una vez y para siempre, una serie de nociones y usos atávicos como el de “código”, que nos siguen empantanando en ciénagas conceptuales de las que hace tiempo creíamos haber salido; en segundo lugar, a poner a prueba nuestra propuesta terminológica y conceptual en el único modo en que una propuesta de esta clase puede serlo: en relación con su valor heurístico como herramienta de análisis; y en tercer lugar, por supuesto, a seguir pensando cómo refinar nuestra panoplia analítica, en una empresa de la cual este texto y su propuesta no son ni pueden ser, como de costumbre, más que un capítulo provisorio.

Agradecimientos

El presente trabajo forma parte del proyecto de investigación Fronteras Morales, Fronteras Sociales: Las Moralidades en el Proceso de Articulación de Identidades, Alteridades y Conflictos en Condiciones de Fragmentación Social (CONICET) y contó con financiamiento del proyecto Moralidades, Fronteras Sociales y Acceso Diferencial a Recursos en Condiciones de Fragmentación Social (UNSAM) así como del programa Naturalización y Legitimación de las Desigualdades Sociales en la Argentina Reciente dirigido por el Dr. Alejandro Grimson en el IDAES/UNSAM. Agradezco sus valiosos aportes y comentarios a los miembros del Núcleo de Estudios Sociales sobre Moralidades (IDAES/UNSAM), en particular a José Garriga y también a mis estudiantes del Seminario de Doctorado Antropología de las Moralidades Cuestiones Teóricas, Metodológicas y Éticas de la Universidad Nacional de Córdoba y la Universidad de Buenos Aires, con quienes fueron discutidas varias de las ideas del presente texto. Agradezco también a Morita Carrasco y a Andrea Lombraña la invitación a las IIas Jornadas de Debate y Actualización en Temas de Antropología Jurídica, y a Ana Lía Kornblit y Gabriela Wald la convocatoria a la reunión mensual de discusión del Área de Salud y Población del Instituto Gino Germani, donde también fueron discutidas de manera sistemática varias de las propuestas teóricas de este texto. Finalmente, quisiera agradecer de manera especial a Silvia Alucín, Lucía de Abrantes, Luciana Denardi, Andrea Flórez Medina, María Celeste Godoy, Lorena Narciso y Jimena Ramírez Casas por su ayuda y sus atentas lecturas, y a los dos revisores anónimos del texto por sus valiosas sugerencias.

Notas

1 Un sugestivo análisis sociológico de esta “renovación” en términos de disputas por la sucesión generacional en el marco del establishment académico norteamericano puede encontrarse en Sangren (1988).

2 Como se ha señalado más de una vez este “concepto clásico de cultura” es a todos los efectos una creación retrospectiva de sus críticos, y en sus usos habituales -como ha mostrado, entre otros, Cristoph Brumann (1999)- suele fusionar una serie de posiciones no solo diferentes, sino con frecuencia contrastantes en un “hombre de paja” teórico en el que es muy difícil de reconocer a sus supuestos creadores, representantes o abanderados.

3 Una recapitulación actualizada del debate y de su resolución por la vía de la redefinición puede encontrarse en Grimson (2011). Véase también Grimson y Semán (2005).

4 No nos referimos aquí a las etnografías “experimentales” surgidas al calor del debate “posmoderno” sobre la escritura y la autoridad etnográfica (Clifford y Marcus, 1986; Marcus y Fischer, 1986), sino a aquellas que buscan reintegrar la descripción etnográfica y “cultural” en un proceso de construcción de teoría social más amplia (ver Ortner, 1999; 2006).

5 Una discusión condensada acerca de las metáforas-raíz y su peso en la construcción de conceptos en antropología puede encontrarse en Turner (1971).

6 Las reconstrucciones presentistas de la historia de la disciplina (Stocking, 1968), que relegan al evolucionismo al papel de una suerte de comienzo en falso que se puede desestimar con una breve glosa cargada de ironía, nos han hecho olvidar hasta qué punto la antropología ha sido influenciada por el aparato conceptual, la terminología del derecho y la doctrina jurídica. No solo porque muchos de los primeros trabajos reconocidos como parte de la genealogía de nuestra disciplina fueron escritos por juristas -los ya citados Maine, Morgan o McLennan, por ejemplo- sino también porque buena parte del vocabulario técnico de las discusiones de la antropología sobre parentesco u organización social -agnaticio, cognaticio, gens, fratria- ha sido tomado del derecho (y en particular del derecho romano).

7 Somos conscientes de que en el campo de la comunicación la noción de código tiene una persistencia y un peso histórico incluso mayor que en el de la antropología, razón de más para s mostrarnos enormemente cuidadosos ante el riesgo de la importación irreflexiva de conceptos forjados o movilizados en ese campo.

8 Con una única excepción: en la página 146, el autor atribuye a “los adultos (...) una persistente tendencia (...) a suponer que sus actos o sus mensajes serán decodificados en la clave en que los envían(Grimson, 2011, énfasis nuestro).

9 La vía inversa, esto es utilizar el lenguaje como prueba de la extensión y adecuación de una teoría construida sin referencia explícita a él, configura una apuesta más arriesgada y es probable que por esa razón haya sido utilizada con menos frecuencia (cf. Sewell, 1992).

10 Aun cuando es cierto que en ocasiones el relajamiento de la vigilancia epistemológica puede implicar el riesgo de un borrado que amenaza con implosionar en un colapso efectivo de la distinción. A modo de ejemplo, una parte sustancial de la tradición brasileña de estudios en sociología y antropología de las moralidades se encuentra circunscripta a o centrada en discusiones desplazadas hacia el mundo del derecho y los debates jurídicos (q.v. Cardoso de Oliveira, 2011; 2012).

11 A título provisorio, deberá entenderse por “prácticas morales” aquellas que involucran la referencia a uno o más valores imputables a algún colectivo del que el agente reclama adhesión, y que configuran grados de obligación y deseabilidad relativa de un curso de acción comparado con otros cursos posibles (cf. Firth, 1964: 206-224 y Balbi, 2008).

12 Quisiéramos señalar que si bien es frecuente que ambas premisas aparezcan asociadas en análisis como los del texto que nos disponemos a abordar, ambas son relativamente independientes: la primera de ellas tiene que ver con el estatuto putativamente racional y silogístico del “cálculo moral” y la segunda con el carácter supuestamente sistemático de los “códigos” en los cuales los juicios de valor estarían articulados. Como nos ha señalado uno de los revisores anónimos de este artículo -a quien agradecemos el comentario- muchos de los autores que sostienen concepciones de “la cultura como código” probablemente coincidieran con nuestra crítica a la racionalidad implícita en la idea de “cálculo moral”.

13 Las traducciones de los textos compilados en el volumen de Sykes (2008) presentadas en la presente sección son nuestras.

14 Además de que una afirmación de esa naturaleza implica un acceso a los inner states de los actores que es imposible de obtener. Para una discusión sobre la cuestión de los inner states y su putativa relevancia para la investigación en antropología de las moralidades, véase Balbi (2006).

15 Cabe señalar que “justificación”, lejos de entenderse en el sentido de ‘racionalización’, debe ser tomada en serio (Werneck, 2012). La justificación es, indudablemente, una operación retórica, pero no meramente retórica. Si bien no podemos extendernos aquí sobre el particular, creemos que esta confusión, fundada en una lectura de “retórica” en un sentido puramente instrumental y reflexivamente estratégico, es la que configura la lectura que Balbi (2006) realiza de la propuesta de Herzfeld, y que consideramos sesgada.

16 Como debería quedar claro a esta altura de nuestro argumento, esta imputación de validez colectiva es situacional y no debe leerse como suponiendo la existencia de “códigos morales compartidos”.

17 Las salvedades introducidas nos ofrecen una interesante vía de acceso para reconstrucción analítica de la vida moral de los actores sociales, en la medida en que impugnaciones y disrupciones especifican las condiciones en las cuales podemos esperar que se hagan visibles ante un observador interesado -digamos, un etnógrafo- sus criterios y categorías morales. Como tanto nuestra propia experiencia como la de otros investigadores lo atestigua (Zigon, 2007; 2008 y Noel 2011a; 2011b), los etnógrafos interesados en observar los modos en que las categorías morales son desplegadas “en el terreno” harían bien en buscar situaciones de conflicto persistente (Noel, 2009), de cambio social acelerado (Robbins, 2009), o cualesquiera aquellas circunstancias en las que pueda suponerse los actores implicados enfrentaran dilemas o situaciones límite (Zigon, 2007).

18 “Chabón” es en Argentina es un modo informal y ligeramente vulgar de referirse a una persona de sexo masculino.

19 Una vez más, el trabajo de Balbi (2007) provee de un excelente ejemplo en este sentido.

20 No podemos entrar aquí, por razones de espacio, en las complejas discusiones antropológicas en torno del honor y su relación con el dominio más amplio de la moralidad (cf. Pitt Rivers, 1971; Herzfeld, 1980; Gilmore, 1987; Peristiany y Pitt Rivers, 2005).

21 Ciertamente, el texto analizado está lejos de ser el único ejemplo de una inconsistencia de esta clase: un ejemplo más reciente puede encontrarse en Semán y Vila (2011), en donde uno de los análisis etnográficos más agudos de la moral sexual y las identificaciones de género de los sectores populares urbanos de la Argentina reciente resulta una y otra vez saboteado por un recurso tan frecuente como irreflexivo y tan obstinado como incongruente a la noción de código.

22 Conservar la noción de “código” y sus transformas podría de hecho tener un sentido no heurístico sino retórico, si se tratara de argumentar en contra de una posición que viera los comportamientos de los actores como irracionales e inexplicables: sin duda alguna, buena parte de la tradición antropológica debe a este impulso argumental una exageración de la consistencia lógica del comportamiento de los actores sociales, como también la inmensa mayoría de las investigaciones de la Escuela de Chicago acerca de la desviación y el delito de las que el texto de Míguez es heredero. Ciertamente, las versiones acerca de la putativa irracionalidad de los comportamientos de diversos otros estigmatizados, como “delincuentes” o “hinchas” (Garriga y Moreira, 2006) están lejos de desaparecer en las representaciones habituales de los actores sociales que no están familiarizados con estos universos, y es por eso que el gesto antropológico de mostrar su racionalidad sigue siendo necesario. Sin embargo, no creemos que esto requiera de un “codicalismo estratégico” que implique otorgar a estos actores más racionalidad de la que estamos dispuestos a conceder al resto de los actores sociales.

23 Las limitaciones de espacio nos impiden extendernos en detalle sobre los trabajos que dieron origen a la presente propuesta -a los que remitimos a los lectores interesados- y que incluyen análisis de las representaciones y expectativas recíprocas de agentes y destinatarios del sistema escolar en establecimientos primarios de barrios populares urbanos (Noel, 2009), de los procesos de construcción de una “identidad colectiva” en una pequeña localidad de la costa atlántica bonaerense (Noel, 2011a), de los procesos de delimitación entre “establecidos” y “outsiders” en el marco de un escenario de cambio demográfico y social acelerado en una ciudad intermedia de la misma región (Noel, 2011b), de la constitución de un repertorio identitario-moral a través de la producción de literatura histórica a nivel local (Noel, 2012) o de las disputas en torno a la movilización de lo slow como categoría legítima de identificación (Noel, 2013).

24 Nuestra noción de “recurso” tiene una relación laxa con la revisión que Sewell (1992) hace del concepto de recurso originalmente introducido por Giddens (1995), mientras que su concepto de “regla” ha sido recogido por nosotros en la formulación ‘formas de uso socialmente disponibles’ o su apócope ‘usos habituales’. Nuestra idea de “repertorio” tiene muchos paralelos con la de Lahire (2004) -aunque él se refiera más bien a los repertorios de prácticas de los actores sociales individualmente considerados- y en menor medida con la de Swidler (1986), aunque encontramos problemática su idea de agencia, que presenta como si fuera en cierto sentido ‘exterior’ o ‘anterior’ a la cultura.

25 La clase y el género constituyen, sin duda alguna, las coordenadas más visibles de esta posición pero no las únicas: dependiendo del contexto la filiación nacional o étnica, la longitud de la residencia (Elias y Scotson, 2000) y muchos otras pueden tener un peso comparable.

26 Utilizamos el plural para que no se piense que nos referimos exclusivamente a la “socialización primaria”: cada vez que un actor ingresa a un nuevo colectivo de referencia debe ser -y de hecho es- socializado en relación con los recursos y los usos socialmente disponibles de los mismos por otros actores proficientes en ellos. Circunstancias como estas son metodológicamente invaluables: seguir el proceso de socialización de un actor en un escenario nuevo suele revelar muchos de los recursos cruciales, así como sus usos socialmente disponibles con mucha más eficiencia que la mejor de las entrevistas, tal como tuvimos ocasión de verificarlo en relación con docentes noveles en escuelas de barrios populares (Noel, 2009), o con migrantes recientes a una localidad en la que nos encontrábamos haciendo trabajo de campo (Noel, 2011b).

27 Nuestra posición tuvo como punto de partida original una revisión sustantiva del esquema teórico “estructura-cultura-biografía” de Hall y Jefferson (2002) a la luz de las críticas realizadas por Cohen (2002) y de la respuesta posterior de aquéllos (Hall y Jefferson, 2002). Para una versión embrionaria de nuestro argumento, véase Noel (2009).

28 Dado que la distinción en la mayor parte de los casos parece ser meramente analítica, cabría hablar más bien de las dimensiones o aspectos materiales y simbólicos de los recursos.

29 Cabe recordar que las trayectorias biográficas de los seres humanos no son monótonas, y que en virtud de esta propiedad, aun una transformación en la estructura de sus colectivos de referencia que sea lo suficientemente drástica como para afectar a todos los contemporáneos interpelados por un colectivo determinado, no los afectará a todos por igual. Si se nos permite un ejemplo: es indudable que una crisis generalizada del empleo afectará a todos los miembros de la sociedad que comparten el mismo mercado de trabajo, pero no afectará por igual a un niño que está por fuera del mercado de trabajo, que a un joven que está por ingresar, que a un adulto joven que tiene empleo o a un jubilado que está saliendo de él (cf. Grimson, 2002).

30 Si nuestros “repertorios” remiten a lo que Grimson denomina “configuraciones culturales”, nuestros ‘usos socialmente disponibles’ se corresponden en parte con lo que el autor denomina las “lógicas de interrelación entre las partes” (Grimson, 2011: 176) de las mismas, aunque en nuestro caso, como se verá, no se trate de “lógicas” -lo cual una vez más nos reenvía a la metáfora del código- sino de formas habituales de combinar recursos que los actores incorporan (o más bien pueden incorporar) al ver a sus semejantes emplearlas.

31 Siendo como señalamos que los actores nunca se apropian de recursos sin una o más formas socialmente disponibles de movilizarlos, no debe subestimarse el rol que la imitación -en el sentido que le da el recientemente rehabilitado Tarde (2011)- tiene en la incorporación de esos recursos y esas formas.

32 También podría usarse “repertorio”, como lo hace Lahire (2004), en un sentido ya no social sino individual para referirse a los conjuntos de recursos incorporados y objetivados disponibles para un actor social determinado, o a uno de estos conjuntos. Nos apresuramos a señalar que no tenemos objeciones contra ese uso: sin embargo, a los fines de no complejizar la discusión en demasía, nos hemos abstenido de usar el término en ese sentido en el presente texto, en la medida en que no nos ocupamos más que muy tangencialmente del modo en que los recursos resultan “anudados” en la subjetividad de los actores sociales individualmente considerados.

33 Quisiéramos dejar en claro que esta movilidad no debe entenderse como referida solamente a movimientos de “ascenso” o “descenso” en la estructura social, y ni siquiera a “movimientos transversales” (Bourdieu, 2006). Nos referimos al hecho quizás más banal -pero sociológicamente significativo- de que las personas con frecuencia aprenden nuevos idiomas, viajan, conversan, leen, frecuentan instituciones varias, hacen cursos, miran páginas de internet, películas o programas de televisión, todos los cuales ponen a su disposición recursos materiales y/o simbólicos que pueden ser apropiados como recursos incorporados u objetivados por estos mismos actores, así como movilizados en sus formas habituales de uso en los contextos locales, o en formas nuevas allí donde estas no existan.

34 Cabe señalar que, siguiendo a Leach y su discusión de los modelos de equilibrio en la antropología social británica, no repudiamos la construcción de modelos sistemáticos de los repertorios culturales o morales, siempre y cuando quede claro que se trata de una simplificación analítica a fines heurísticos y se evite la falacia de la misplaced concreteness que confundiría el modelo de la realidad con la realidad del modelo (Leach, 1977) y que nos llevaría, una vez más, a la trampa del “código”.

35 La inadecuación es aún mayor si quisiéramos dar cuenta de un proceso de movilidad descendente, ya que si bien los ascensos pueden ejemplificarse con el crecimiento en estatura, los descensos requieren recurrir a catástrofes anatómicas algo más drásticas y forzadas.

36 Como nos lo señalara un revisor anónimo, nuestra analogía corre el riesgo de mostrar a los recursos en gran medida como “externos” a los actores sociales, pasando por alto lo que ya señaláramos respecto de la incorporación de los mismos. A los fines de sobreponerse a esta limitación podemos pensar que una parte sustantiva de las mercancías en las góndolas son comestibles, cosméticos, medicamentos o prótesis, y por tanto susceptibles de una incorporación más o menos duradera por parte de los actores que los “consumen”.

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Fecha de recibido: 7 de marzo de 2013.
Fecha de aceptado: 4 de octubre de 2013.

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