RELMECS, junio 2016, vol. 6, no. 1, e005, ISSN 1853-7863
Universidad Nacional de La Plata - Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Centro Interdisciplinario de Metodología de las Ciencias Sociales.
Red Latinoamericana de Metodología de las Ciencias Sociales

 

ARTÍCULO / ARTICLE

 

Investigar cualitativamente las incivilidades en la escuela media. Reflexiones metodológicas desde perspectivas interaccionistas

 

Guido García Bastán

Instituto de Geografía, Historia y Ciencias Sociales, IGEHCS, CONICET, Argentina
guidogarciabastan@gmail.com

 

Cita sugerida: García Bastán, G. (2016). Investigar cualitativamente las incivilidades en la escuela media. Reflexiones metodológicas desde perspectivas interaccionistas. Revista Latinoamericana de Metodología de las Ciencias Sociales, 6(1), e005. Recuperado a partir de: http://www.relmecs.fahce.unlp.edu.ar/article/view/relmecsv06n01a05

 

Resumen
La categoría de incivilidades aparece en el campo de estudios sobre violencia y conflictividad escolar en el marco de una búsqueda activa por parte de las Ciencias Sociales de conceptualizaciones acerca de la violencia, capaces de contemplar determinados fenómenos que exceden la asociación clásica entre violencia y agresión física. En Argentina algunos trabajos, tanto de corte cualitativo como cuantitativo, han recurrido a este concepto. Sin embargo su utilización es controvertida en algunos aspectos. En esta comunicación expongo la potencialidad que encuentro en cierto uso del mismo para la investigación cualitativa. Para ello recurro a dos “incidentes críticos” en la dinámica de dos establecimientos educativos y los analizo a partir de aportes del enfoque dramatúrgico de Erving Goffman y de tradiciones teórico-metodológicas afines a este. Asimismo advertiré acerca del riesgo a que un uso poco cauto de este concepto puede conducir: referiré específicamente a lo que ha sido denominado transcripción mecánica del discurso nativo (Noel, 2009).

Palabras clave: Incivilidades; Conflictividad escolar; Escuela media; Investigación cualitativa.

 

Qualitative inquiry of incivilities at secondary school. Methodological reflections from interactionist approaches

 

Abstract
The concept of incivilities appeared in the field of studies concerning school violence and conflict within an active search of the social sciences for conceptual lines capable of including types of violence that differ from the physical one. In Argentina some researches, from both qualitative and quantitative designs, have recovered the concept. However its use has been controversial in some ways. In this paper I propose one potential use of the concept for qualitative inquiry. To do so I will present two ‘critical incidents’ to the everyday dinamics of two schools and will analyze them taking into accont contributions from Erving Goffman’s dramaturgical approach and other interactionist traditions. I will also warn about the risk implied in a careless use of the concept: specifically what has been denominated as mechanical transcription of the native speech (Noel, 2009).

Keywords: Incivilities; School conflict; Secondary school; Qualitative inquiry.

 

1. Introducción

Hacia finales de los años 70 del siglo XX en la investigación educativa, inicialmente en Europa (fundamentalmente Francia y Escandinavia), proliferaban trabajos con un acrecentado interés por el fenómeno de la violencia escolar (Blaya, 2010). Las unidades de análisis para entender los conflictos en la escuela comenzarían a diversificarse “empezando por la necesidad de separar los conceptos de indisciplina y de violencia” (Saucedo Ramos, 2010: 60). Este proceso se consolidaría a lo largo de la década del 90 en países como España, Alemania y Reino Unido, difundiéndose luego hacia otras latitudes, entre las que se encuentra el continente latinoamericano.

Como han apuntado ya otros trabajos argentinos (Di Leo, 2008; Míguez, 2008), al panorama internacional se suma en el plano local el suceso conocido como la “masacre de Carmen de Patagones”1 acontecido en 2004. Que contribuyó a potenciar en este país la percepción de la violencia como fenómeno central y ubicuo al acontecer educativo. Jerarquizándola dentro de las preocupaciones de las agendas mediática, política y científica.2

Partiendo de antecedentes europeos una línea de investigaciones locales (Kornblit, 2008; Adasko y Kornblit, 2008) ha intentado dar cuenta de la relación entre condicionamientos socioeconómicos y niveles de violencia y conflictividad, llegando a resultados no concluyentes. Como señalan Míguez y Gallo (2013):

Quizá el quid de esta cuestión radique en diferenciar diversos tipos de violencia, ya que mientras parecería ser que los niveles generales de conflictividad no responden a la condición socioeconómica, ciertos tipos de violencia (fundamentalmente la violencia física recurrente y grave) sí parecen estar asociadas a condiciones de precariedad material (203).

Atentos a estos matices, otros trabajos argentinos (García, 2010; Mutchinick, 2013) han optado por centrar sus investigaciones en ciertas modalidades de micro-violencia, recuperando para ello la categoría de incivilidades. Se trata de una conceptualización amplia capaz de albergar este tipo de violencias (Blaya, Debarbieux y Lucas Molina, 2007). Los trabajos que han tomado esta categoría generalmente ponen el foco explicativo para la emergencia de incivilidades en una contraposición o ruptura entre los valores y estilos de socialización de la escuela y la de los estudiantes que concurren a ella. Ruptura que no se refiere a toda la población escolar “sino a las culturas estudiantiles de los sectores populares tradicionalmente eliminados de la escuela” (Mutchinick, 2013: 17), que configura un espacio social “marcado por un desencuentro entre la institución escolar y las particularidades culturales de las poblaciones pobres de las grandes ciudades” (Tavares dos Santos, 2001: 105).

No obstante, se trata de una conceptualización que ha suscitado discusión. Fundamentalmente ha sido criticada por incluir bajo una misma taxonomía modalidades muy diversas de violencia, menguando así el valor conceptual del término (Bonafé-Schmitt, 1997; Prairat, 2001, citados en Míguez y Tisnes, 2008). A esto se suman algunos aspectos controversiales relativos a su procedencia disciplinar y etimológica. Por un lado, como señala Mutchinick (2013), al provenir del campo criminológico existe riesgo de insinuar un tratamiento de las violencias escolares como procesos delictivos, cuestión que podría devolver una mirada “criminalizante” de las prácticas juveniles. Por otro lado, la utilización del concepto sugiere a veces en los receptores un deslizamiento semántico desde el término incivilidades hacia el vocablo incivilizado. Lo que implicaría un entendimiento de las violencias escolares como producto de la “no-civilización”.3 Sin embargo el concepto, al menos desde la acepción que utilizan quienes lo incluyen en su “caja de herramientas”, lejos se encuentra de admitir tal homologación. Debarbieux (2001) lo aclara de modo contundente: “la incivilidad no es la no-civilización, ni simplemente la ‘mala educación’. Ella es ‘conflicto de civilidades’” (179) que responden, dirá el autor, a condicionamientos sociales, culturales y generacionales responsables parcialmente del nexo entre violencias escolares y desigualdades sociales. Aún reconociendo sus limitaciones e imprecisiones Debarbieux lo comprende como un concepto provisorio, contemplando el “estado de construcción en que se encuentra el campo de estudios sobre este fenómeno” (Mutchinick, 2013: 38).

A lo largo de esta comunicación intentaré esbozar una propuesta de utilización del concepto en investigación cualitativa. Me serviré para ello de aportes del enfoque dramatúrgico de Erving Goffman y de tradiciones teórico-metodológicas afines a este. Tomaré como referente empírico dos “incidentes críticos” de la dinámica de dos establecimientos educativos. Estos incidentes tienen en común, por una parte, el hecho de que entre sus “protagonistas” hubiese estudiantes secundarios pertenecientes a establecimientos educativos de elite.4 Por otra, ambos incluyen actuaciones que estuvieron sujetas a una valoración peyorativa desde determinados lugares de enunciación; desde la opinión pública y los medios de comunicación y prensa en el primer caso, y de parte de actores individuales en el segundo.

La inclinación por los establecimientos de elite resulta clave para la argumentación que deseo presentar. Su potencialidad reside en la posibilidad de interrogarse por una conflictividad escolar que en principio no podría ser explicada por apelación a distancias socioculturales entre objetivos institucionales y expectativas de los destinatarios de la educación. Tratamos con sectores sociales cuyas demandas han sido históricamente satisfechas por el sistema educativo. Situación que dista claramente de la “impotencia instituyente” (Duschatzky y Corea, 2009) que algunas perspectivas denuncian a la hora de evaluar la relación de la escuela con las capas populares. Coyuntura atribuida en parte al progresivo retiro del Estado y la crisis de sus instituciones con un consecuente aumento de las formas de heterocoacción en la regulación de la vida de los individuos (Kantarovich, Kaplan y Orce, 2006; Di Leo, 2008). Se trata, por el contrario, de estratos sociales que aspiran a una educación “de calidad” que agencian exitosamente a través de complejos mecanismos de “mutua selección” con los establecimientos (Tiramonti y Ziegler, 2008; Martínez, Villa y Seoane, 2009).5

Los incidentes que analizaré pueden ser enmarcados dentro de lo que Goffman (1989) denominaría “disrupciones en las actuaciones”. El primero de ellos tuvo lugar en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y fue relevado por la prensa y los medios de comunicación. El segundo episodio fue reconstruido a partir de mi trabajo etnográfico en un establecimiento educativo en la ciudad de Córdoba Capital.

El análisis de estos incidentes permitirá, primeramente, apreciar algunos modos a través de los cuales en los establecimientos de elite se construye y sostiene un “orden de interacción” dentro del cual los jóvenes parecen tener mayores márgenes de maniobra para proyectar “definiciones de situación” favorables a su “presentación de sí”, en comparación con lo que suele relevarse en establecimientos de sectores populares. Mediante la alusión al “orden de interacción” referiré al “dominio de actividad […] predicado sobre la base de presuposiciones cognitivas compartidas” (Goffman, 1983: 5), una realidad sui generis constituida por un “intrincado interjuego de procesos perceptuales y comunicación entre personas que están juntas” (Vanderstraeten, 2001: 268).

Por otro lado intentaré aportar a la reflexión teórico-metodológica para el estudio de problemáticas vinculadas con la conflictividad escolar. Fundamentaré la utilidad que encuentro en cierto uso del concepto de incivilidades, advirtiendo además acerca de los riesgos a que una utilización poco cauta del mismo puede conducirnos. Concretamente me referiré a lo que ha sido denominado como “transcripción mecánica del discurso nativo” (Noel, 2009).

2. “Vandalismos” distinguidos: las “vueltas olímpicas” en los colegios de elite

Hacia mediados del mes de octubre de 2014 los medios de comunicación y prensa de todo el país (aunque con mayor intensidad en la provincia de Buenos Aires) hacían eco de lo que parecía ser un suceso de ambigua interpretación: estudiantes secundarios próximos a egresar habían provocado un “lodazal” en una plaza pública como parte de su festejo, de su” vuelta olímpica”, arruinando en ese mismo acto una porción sustancial del césped de dicho espacio verde. La noticia terminaba de componerse con un dato presentado como crucial: los jóvenes eran estudiantes del Liceo Franco-argentino Jean Mermoz; un prestigioso establecimiento educativo de modalidad bilingüe-bicultural, conocido por su calidad académica y sus particularmente onerosos costos de matriculación. Aspectos que colocan al colegio en un lugar de exclusividad.

Durante los días siguientes al episodio los medios de comunicación se expidieron respecto de este incidente contra el “orden público”. Interesa el tratamiento mediático en tanto que los medios, hacedores de discurso, operan proyectando definiciones de situación.

En un programa televisivo en el que las imágenes del incidente eran transmitidas con música alegre de fondo, algunos periodistas calificaban a este como un evento que “tampoco era tan grave”, exaltando la alegría y diversión percibidas en los jóvenes como rasgos “saludables”. No obstante, durante la edición nocturna de la misma cadena de noticias, los periodistas realizaron una cobertura en la que se mostraban indignados ante lo que consideraban ahora un acto impune de “vandalismo” en el que, además y como agravante, había adultos presentes (padres que fotografiaban a sus hijos y algunos docentes del establecimiento).

El cuadro se complejizaría cuando el periodismo difundiera testimonios de los protagonistas durante el ritual y entre ellos apareciera el de un preceptor completamente cubierto de barro. El docente explicaba a las cámaras que se trataba de un ritual, copiado “del Nacional”,6 que tendría más de 20 años de antigüedad y que, según entendía, estaría avalado por el gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, por cuanto cada año los padres de los egresados, por vía del establecimiento, abonaban una multa para saldar los gastos de reparación de la plaza.

Inmediatamente representantes del gobierno de la ciudad saldrían a los medios alegando completo desconocimiento del asunto. Sin embargo la polémica ya estaba instalada en la opinión pública: ¿A quién cabía la responsabilidad por el incidente? ¿A jóvenes menores de edad? ¿A sus familias? ¿A la escuela? ¿Al gobierno porteño? ¿Quiénes debían recibir una pena por el incidente y qué pena era la adecuada? Entre las opiniones relevadas por los medios se dieron a conocer los siguientes testimonios:

Está bien que se nos culpe porque es un lugar público pero vamos a pagar la multa que el gobierno de la ciudad nos imponga.
[Estudiante del Liceo en entrevista televisiva]

Las cámaras no están en los lugares donde existe la inseguridad. Están acá, en un festejo de egresados.
[Madres de los estudiantes en reportaje para un periódico de la ciudad]

Periodista: ¿A quién le cabe la responsabilidad por el festejo? ¿A la escuela o a los chicos como individuos?
Abogado apoderado: Todos somos responsables…
Periodista: ¿Qué responsabilidad le cabe al colegio?
Abogado apoderado: es una institución de las más prestigiosas que hay en el país, de excelencia, que no todo el mundo puede aguantar académicamente y alguna autocrítica deberá hacer…
[Apoderado del Liceo en entrevista televisiva]

Como podemos observar el testimonio del estudiante desbordaba sensatez, a la vez que daba cuenta de un perfecto conocimiento de los mecanismos por los que cursaría el proceso de “reparación”, seguramente producto de su familiaridad con “ediciones” anteriores del ritual. Cuestión que explica en parte el tono despreocupado con que se declaraba culpable ante las cámaras. El grupo de madres por su parte, relativizaba la importancia del incidente y simultáneamente descalificaba a un periodismo distraído de los temas verdaderamente importantes y graves, introduciendo “de contrabando” un enemigo impersonal: “la inseguridad”. El apoderado escolar sin embargo, reconocería la gravedad del hecho como también que la responsabilidad por el mismo cabía parcialmente a la escuela que, en tanto establecimiento de excelencia, debiera revisar sus estándares. Concretamente, ponía bajo sospecha su cualidad de “buena escuela” que debiera verse directamente reflejada en la “buena educación” de sus estudiantes.

Si algo es común a los testimonios recuperados, ese “algo” es que ninguno de ellos negaba la responsabilidad por el acto en cuestión. No obstante, a excepción del apoderado escolar, los otros actores (estudiante, preceptor, madres) no parecían acordar con la gravedad que se le adjudicaba al evento; de acuerdo con el estudiante y el preceptor, el mismo se resolvería con el simple pago de una multa. Las madres, por su parte, opinaban que se trataba de un “juego juvenil” no meritorio de atención mediática.

Recupero este episodio por su productividad para apreciar el despliegue de lo que Goffman (1979) denomina “labor correctora”, cuya función “es modificar el sentido que […] se podría dar a un acto, transformando lo que podría entenderse como infracción en algo que puede entenderse como aceptable” (121). Dicha modificación se consigue de acuerdo con el autor mediante tres mecanismos principales:" “explicaciones”, “peticiones de perdón” y “solicitudes”.

Vemos así que en la labor correctora ocupan un lugar central las explicaciones de las infracciones. Austin (1961) desde la filosofía y más tarde Scott y Lyman (1968) contribuirán a distinguir, dentro de las explicaciones (en tanto tentativas de exonerar a un infractor), a las “justificaciones” de las “excusas”.7 Diferenciación con la que Goffman (1979) dialoga para pensar el lugar de las normas sociales en las interacciones que tienen lugar en el orden público.

Serán Sykes y Matza (citado en Scott y Lyman, 1974) quienes aludan a las “técnicas de neutralización” para referir a tipos generalizados de justificaciones ante tentativas por reivindicar “las cualidades positivas de un acto censurado por la mayor parte de la sociedad” (149). De este modo, mientras que los estudiantes optaban por la técnica que los autores denominan “negación del daño” (o “relativización” en este caso), las madres parecían inclinarse por la “condena de los que acusan”, técnica que les permitía simultáneamente admitir que se había cometido un acto que podía resultar enojoso, a la vez que quitarle toda importancia “alegando que otras personas que integran la sociedad que los condena [los outsiders, ‘la inseguridad’] incurren en actos similares, o peores, sin que por ello se los detenga o castigue” (152).

Decíamos en párrafos anteriores que el ritual llevado a cabo por estos jóvenes se realizaba, según explicaban ellos mismos, desde hacía aproximadamente 20 años. Sin embargo no sería hasta el momento en que el ritual abandonase los límites que establecen las propias fronteras del orden de interacción configurado en torno al prestigioso Liceo, cuando el episodio cobrase relevancia pública. Cuestión que no sucedería (a pesar de haber tenido lugar históricamente en el espacio público)8 hasta ser objeto de atención mediática. De ahí que sea comprensible que las madres de los jóvenes criticasen el accionar de los medios de comunicación, que durante 20 años habían ignorado la situación, ocupándose de los “verdaderos” outsiders (Becker, 2012).

La referencia al enfoque sociológico de la desviación es clave por cuanto la acción por la que jóvenes, padres y establecimiento se vieron expuestos en los medios constituía una clara infracción a las normas que rigen el orden público que sin embargo durante mucho tiempo logró pasar inadvertida, esto es; sin que nadie reaccionara “como si se tratase de una violación a una norma” (40), logrando el estatus que Becker denomina “conducta desviada secreta”.

Cabría preguntarse entonces ¿Cómo consiguen los miembros de este equipo de actuantes (estudiantes, padres, educadores del Liceo) proyectar, eficazmente y durante 20 años, una definición de la situación de modo tal que una actuación que a todas luces implica un daño al patrimonio público se mantiene impune?

En la que quizá sea su obra más conocida, Goffman (1989) destaca el carácter moral de estas proyecciones como punto de interés. Dirá el autor que “La sociedad está organizada sobre el principio de que todo individuo que posee ciertas características sociales tiene un derecho moral a esperar que otros lo valoren y lo traten de un modo apropiado” (24-25).

En la anterior cita Goffman nos permite comprender parcialmente el posicionamiento de los autores del incidente; la posesión de determinadas características (condensadas en la pertenencia al colectivo educativo configurado en torno al Liceo Francés) sería garante del “derecho moral” a que los demás (comentaristas “legos” en los foros virtuales de los periódicos online, periodistas y especialistas de la jurisprudencia) los valoren apropiadamente. Lo que implicaría de parte de estos últimos la adopción de una actitud solidaria con el aspecto reivindicativo de la actuación objeto de atención. Concretamente el lugar que Goffman (1979) otorgaría al “agente”.

El abordaje de este primer incidente nos ubica frente a una problemática de la que los etnógrafos no se han ocupado demasiado; la conflictividad en las escuelas de elite. Como señalan Paes de Carvalho y Martínez (2009) la investigación sobre la dinámica de escolarización de sectores altos en Argentina comenzó a tomar impulso en los últimos años. En mayor medida los trabajos que toman este tipo de escuela como escenario han abordado aspectos vinculados a las estrategias de “reproducción” mediante las que determinados grupos sociales “dominantes” procuran garantizarse ciertos niveles de “homogeneidad social” (Tiramonti y Ziegler, 2008, Connell et ál., 1995, citado en Paes de Carvalho y Martínez, 2009), han reparado en el despliegue de prácticas “meritocráticas” (Méndez, 2013) o incluso en los procesos de construcción de experiencia escolar, proyectos biográficos y sentidos acerca de la escuela por parte de los jóvenes (Contreras, 2014; D’Aloisio, 2014). Generalmente las etnografías (Maldonado, 2000; Noel, 2008; Previtali, 2008), quizá orientadas por algunas de las premisas teóricas expuestas al comienzo del trabajo o simplemente como señalan Martínez, Villa y Seoane (2009) por no ser las escuelas de elite un contexto predilecto para los cientistas sociales, han tendido a estudiar la conflictividad en escuelas cuya población de estudiantes provenía de los sectores que padecen la mayor vulnerabilidad socioeconómica.

En el siguiente apartado intentaremos, a través del abordaje de una situación registrada a lo largo del trabajo de campo en un establecimiento educativo,9 dar cuenta del modo en que el orden de interacción (Goffman, 1983) funciona como marco moral que permite a los jóvenes estudiantes efectuar de ordinario presentaciones de sí que solo pueden sostenerse en dicho orden. Pues, al igual que lo que apreciamos hasta aquí respecto del caso del Liceo Francés, dado otro conjunto de “expectativas de trasfondo” (Garfinkel, 2006), las actuaciones parecerían entrar en disputa con la voluntad de los “contrareivindicadores10 (Goffman, 1979) en la definición de una situación.

3. De “chicos bien” aunque algo “maleducados”

El episodio que se reconstruye a continuación constituye un acontecimiento singular en la dinámica del establecimiento estudiado. Es precisamente dicha cualidad la que lo torna un elemento prolífico para comprender las “expectativas de trasfondo”, aquello que de ordinario los actores “dan-por-sentado” (Garfinkel, 2006). La indagación del conflicto que se hace manifiesto guarda una potencialidad por cuanto, como dirá Austin (1961), ayuda a “penetrar el velo enceguecedor de obviedad que esconde los mecanismos del acto naturalmente existoso” (128). En esta misma línea y desde la Psicología Social dirá Rom Harré (1989) que “sólo en la ruptura social [(social breakdown)] se revelan las convenciones tácitas” (9). Premisa que desde la etnometodología, y en algunas líneas de la antropología, ha sido elevada a nivel de máxima metodológica, ya sea para el estudio del orden moral (Garfinkel, 2006; Zigon, 2007) o de las formas en que los actores movilizan determinados repertorios o competencias morales (Werneck, 2011; Noel, 2012). Para contextualizar el incidente entonces comenzaremos presentando algunas viñetas con el propósito de ilustrar los aconteceres propios de la dinámica cotidiana de la escuela que bautizaré con el nombre de “San Pablo”. Asimismo, por ser un objetivo el resguardo de la identidad de quienes aportan sus voces a esta investigación, los nombres propios utilizados son también ficticios:

Son las 13:10 hs. Nos encontramos en el tramo final de la clase de inglés previa al almuerzo. Sonia, la docente, apenas consigue que momentáneamente sus estudiantes dejen de gritar y hacer bromas e intenta infructuosamente avanzar en la lección del día: “¿Ustedes se portan así con todos los profesores o conmigo nada más?” –Interroga ella a sus estudiantes– “Con todos… ¿por qué crees que se fue [(que renunció)] la otra ‘miss’?” –Contesta Fernando. Mientras tanto Eugenio se para sobre su mesa, la docente vocifera: “Eugenio: What are you doing?!!! [(¡¿qué estás haciendo?!)]”. Extenuada ante una atmósfera de caos Sonia le ordenará a otro alumno (Benjamín, quien acaba de proferir un insulto) que se retire del aula. Orden que este joven desacata con una seguridad propia de quien sabe que nada está siendo puesto en juego – “ok ¿no te vas a retirar? Bueno…” –concluye Sonia. Sin avizorar otro recurso al que apelar intentará continuar con su clase durante los 15 minutos que restan para la hora del almuerzo.
[Nota de campo, Observación de clase]

La anterior nota de campo podría utilizarse para retratar la realidad que viven muchos docentes en las escuelas del país, sin embargo sería de poca honestidad decir que esa sea la realidad predominante; no todas las clases tienen dinámicas de ese tipo. En el relato anterior la docente pregunta a sus alumnos si “ese” comportamiento es el mismo con el que sus colegas deben lidiar, esperando posiblemente de los jóvenes una respuesta afirmativa que quite algo de la responsabilidad que pesa sobre sus espaldas o una explicitación sincera de los motivos que hacen de ella una docente con la que sostienen un trato “singular”. Sin embargo la respuesta que Sonia recibe de Fernando no resulta tranquilizadora, toda vez que le informa del destino que puede esperarle; tener que irse de la escuela como “la otra miss”.

Decir que esta situación no sea predominante en modo alguno supone afirmar que la responsabilidad por su ocurrencia quepa a la docente. Si el relato resulta verosímil ello se debe a que encontramos en él cierta familiaridad con situaciones experimentadas, presenciadas, narradas o presentadas a veces de modo sensacionalista por la prensa en titulares tales como “¿Por qué mandan más los chicos que los grandes?” o “La indisciplina pone en jaque a los docentes”.11

Como señalaba, no todas las clases tienen este tipo de dinámicas. Algunas transcurren con total tranquilidad y a veces basta con que el docente cruce la puerta del aula para que, como por arte de magia, se altere dicho orden dando lugar al caos:

Tan pronto como la docente de lengua se retira del curso varios jóvenes comienzan a golpear la puerta y el pizarrón frenéticamente. Virginia, una joven que percibe mi cara de desconcierto, se adelanta a explicarme antes de que yo formule mi pregunta: “Así empieza una clase de música” –dice esbozando una sonrisa. En seguida llega Amalia, la docente de música, me saluda y me invita a quedarme a su clase en tanto no me importe “escuchar un poco de lío”.
[Nota de campo, Observación de clase]

El hecho de que no todas las clases trasncurran de la misma forma, implica que no habría una “civilidad juvenil” que se expresa de manera irrestricta. Cuestión que implicaría además postular, en clave de un enfoque de la desviación como el de Becker (2012), la existencia de una “subcultura juvenil desviada”. Tal parece que los jóvenes construyen “oficio de alumno” (Perrenoud, 1990) aprendiendo a distinguir, entre otras cosas, en qué clases y ante qué docentes pueden realizar determinadas transgresiones, así como a identificar los casos en que deben abstenerse de transgredir las normas dispuestas. Por ejemplo, con independencia de lo que ocurra en la hora de música, para los jóvenes “del San Pablo” parece estar claro que con la profesora Sandra conviene “portarse bien” porque ella sabe “cómo frenarlos”:

Lisandro: Tenés que venir a la hora de Inglés. Esa hora es cualquier cosa. Es como que a inglés todos lo toman como la hora para relajarse.
Investigador: Pero, ¿es por la materia o por la profe?
Lisandro: Es la materia pero tampoco la profe sabe mucho cómo frenarnos, si tuviéramos con Sandra sería distinto…
[Nota de campo, conversación con Lisandro]

Las clases de Sandra transcurren con plena y ordenada participación. Su llegada al aula genera que automáticamente los 35 jóvenes se paren como soldados para saludarla. Sin embargo, debe destacarse que no se trata de cualquier docente; Sandra trabaja en el establecimiento desde hace muchos años. Es una persona que goza de reconocimiento por su trayectoria, tanto entre los estudiantes como entre sus pares docentes y ante sus superiores. Incluso algunas personas de la gestión de la escuela tienen menor antigüedad que ella en el establecimiento. Así, la docente se conduce en la escuela con seguridad y firmeza, permitiéndose a veces eludir algunas prescripciones de la dirección sin que ello acarree consecuencias para ella (o al menos eso consigue que perciban sus estudiantes); administra exámenes recuperatorios cuando la dirección lo prohíbe, modifica discrecionalmente la disposición de los bancos en el aula incluso cuando esta responde a un “criterio pedagógico” ideado por la directora. A ello se suma que dicta asignaturas en los últimos cuatro años del nivel medio,12cuestión que le permite dar tiempo suficiente a que los estudiantes sepan de su “fama” antes de ser sus alumnos. Por otro lado, el temor a futuras represalias (producto de su continuidad en la progresión de los años sucesivos) dota a esta docente de cierta “impunidad” que la protege de ser denunciada por sus estudiantes ante los padres o la dirección. Sandra ocupa un lugar en la escuela desde el que puede oficiar como “emprendedora moral” (Becker, 2012):

Pía: a mí no me daría para ir a delatar a Sandra que hizo “tal cosa”. Si la de música hace algo voy y le digo a la directora “hizo tal cosa”, pero con Sandra…
Investigador: ¿por qué con Sandra no?
María: perdés la confianza que te tiene.
Verónica: aparte llegás a hacer eso y ella se entera… [Pone cara de asustada]
Pía: ella se entera de que vos hablaste y ya está: estás fichado.
[Entrevista con Pía, María y Verónica]

Tal parece que el temor de quedar “fichados” funciona normalmente para los jóvenes como mecanismo de autocoacción. Sin embargo una mañana, en ocasión de la preparación del acto del día de la bandera durante la hora de Sandra, un incidente tuvo lugar:

Al llegar a la escuela algunos jóvenes me cuentan que en la jornada del día anterior, durante la hora de la docente Sandra, dos varones comenzaron a pelearse. Aparentemente lo que comenzó como un juego de palabras e insultos terminó en golpes y trompadas. La docente intervino en la situación separando a los jóvenes y llevándolos a la dirección. Inmediatamente después reunió al resto del grupo en el aula y los retó diciéndoles que eran unos “mal educados”, que la escuela puede educarlos hasta cierto punto pero que algunas cosas “deben venir de la casa”, y culminó con una pregunta retórica que hizo temblar al auditorio: “¿Acaso en sus countries sus padres se pegan?”.
[Nota de campo]

Si decimos que el episodio fue “incidental” ello no responde solo a una valoración del investigador sino a la que corresponde a los propios actores, quienes de modo espontáneo conversaron conmigo acerca del caso tan pronto como tuvieron oportunidad de hacerlo. En el siguiente fragmento podemos apreciar el registro de desconcierto por lo ocurrido:

Benjamín: La profe [Sandra] se enojó tanto que terminó enojándose con todos. Nos dijo “Sus padres no les dieron educación”. A mí un poco me dolió.
Valeria: […] Yo creo que el colegio sabe cómo viene uno de atrás, por el lado familiar… porque dentro de todo somos todos bien, la educación que nos dan en la casa está bien, pero bueno, nos sorprendió que nos haya dicho eso. Dijo: “¿acaso sus padres se pegan en sus casas?”…
[Entrevista con Benjamín y Valeria]

Analicemos el incidente. Al igual que Benjamín, varios jóvenes informaron haberse sentido ofendidos por los dichos de la docente, pero quizá sea más interesante reparar en lo que del testimonio de Valeria en la viñeta anterior puede inferirse como lo “consabido” dentro de este “orden moral escolar”: ese mundo de vida que Garfinkel (2006) define como compuesto por escenas familiares y cotidianas “dadas-por-sentadas en común con otros” (47). Si normalmente los educadores que participan de la dinámica cotidiana de la escuela “San Pablo” dan por sentado que los jóvenes son “todos bien” y que provienen de familias “bien educadas”, la intervención de Sandra ciertamente violó un principio de lealtad dramática (Goffman, 1989) al sugerir, mediante una pregunta retórica, la posibilidad de que los jóvenes fuesen “maleducados” y que, como corolario lógico, lo ocurrido ese día no fuera otra cosa que la reproducción de modalidades “reprobables” de vinculación familiar en el espacio escolar.13 Explica Goffman (1989) que una manera de generar lealtad dramática consiste en “desarrollar una fuerte solidaridad grupal [dentro del equipo]” (230). De este modo, el cese de mantenimiento de una disciplina dramática en que Sandra incurre mediante la “exhibición de [ciertos] sentimientos proscriptos” (323), parece haber puesto en riesgo a este equipo de actuantes. Aparentemente para los estudiantes la docente se condujo como sería admisible que lo hiciera un “no-miembro” de este colectivo:

Valeria: … si una persona que no nos conoce entra justo al aula y ve esa situación [(Valeria se refiere a la pelea a golpes de puño relatada anteriormente)], puede decir: “estos chicos… no hacen nada en su casa para que sean educados”, pero… gente que ya tiene un seguimiento de nosotros [como la profesora Sandra], es diferente…
Guillermo: es una escuela chica entonces más o menos se conoce a la familia, se conoce a los hermanos y se sabe…
Marcos:… la situación económica
Guillermo: se saben las situaciones familiares […] saben quiénes somos, de dónde venimos
Marcos: el aspecto te dice todo…
[Entrevistas con jóvenes de 3.° año]

Considero que el incidente analizado nos permite establecer una vinculación productiva entre el enfoque dramatúrgico de Goffman y el concepto de incivilidades al que aludía al comienzo. Eric Debarbieux es quizá uno de los principales referentes para esta conceptualización. En un pasaje el autor lo define de la siguiente manera: “La incivilidad es la revelación de un caos posible, una pérdida de sentido y de confianza sobre uno mismo y sobre los otros” (1997, citado en Di Leo, 2008: 21).

Recupero la anterior definición por su proximidad con el modo en que Goffman (1989) comprende las “disrupciones de la actuación”14 en el nivel de la interacción social15. Dirá el autor que en una coyuntura tal la situación cesa de estar definida, “las posiciones previas se vuelven insostenibles y los participantes se encuentran sin curso de acción […] se desorganiza el pequeño sistema social, creado y sustentado por la interacción ordenada y metódica” (258).

Entendiendo entonces a las incivilidades como ofensas que generan en las víctimas un sentimiento global de desorden (Saucedo Ramos, 2010), podemos pensar que el valor metodológico de las disrupciones que describe Goffman está en poner de manifiesto aquello que en circunstancias “normales” (en las que no existe “conflicto entre civilidades” alguno) se encuentra sustentado por la interacción metódica y ordenada. Lo que no implica que la interacción tenga tales características por ausencia de conflictividad, sino más bien por el trazado de ciertos cursos de acción que pasan a constituirse en marcos normativos dentro de determinados órdenes de interacción. Como señala Brandão (2009), la interpretación de las interacciones “implica elucidar el contexto interpretativo generado en el propio momento de las interacciones”. Así, percibir las reacciones de los actores exige una predisposición para controlar nuestras expectativas y conseguir registrar las señales “que marcan las peculiaridades de las interacciones entre los agentes” (101).

En la primera situación analizada (la del Liceo Francés), vimos cómo un ritual que durante 20 años formó parte del curso de acción de un establecimiento educativo, se torna disruptivo cuando es interpelado desde los medios de comunicación y se vuelve así objeto de atención y opinión pública. Ante lo cual aparecen de parte de los actuantes tentativas de labor correctora apelando a diversas técnicas de neutralización operadas con los recursos morales a disposición, esto es: su civilidad.

En nuestro caso de estudio etnográfico (la escuela “San Pablo”) observamos que ciertos cursos de acción parecen marcar los límites de lo “decible” en la representación de una “rutina”. La situación analizada se trataba de una rutina de “reprobación de un comportamiento” por parte de una docente. Así, si bien cotidianamente muchas actuaciones juveniles devienen objeto de una valoración peyorativa por parte de los educadores, dichos enjuiciamientos parecen tener lugar dentro de una lógica de acción que dota a los jóvenes de cierto “margen de maniobra” (Werneck, 2012) otorgado por la posibilidad de ofrecer explicaciones (excusas y justificaciones que se viabilizan en forma de “descargos”), “neutralizando” así dicho carácter peyorativo. La situación que analizamos fue disruptiva desde el registro de los propios actores involucrados en ella. Precisamente para ellos el incidente parece haber anclado en una lógica de acción ajena a la que rige cotidianamente en dicho orden de interacción, generando un registro de extrañamiento, incomodidad y desorganización.

4. Reflexiones finales

Retomemos ahora nuestro punto de partida: el estudio de la conflictividad en ámbitos educativos. En un trabajo anterior (2014) indagué junto a docentes que trabajaban en un establecimiento al que asistían jóvenes de sectores populares, sus explicaciones para ciertos comportamientos connotados como “indisciplinados” o interpretados como actuaciones “insolentes”. Pude reconstruir entonces un conjunto de “teorías nativas” que guardaban cierta correspondencia con lo que Noel (2011) denomina “Cronologías nativas del deterioro”, esto es: narrativas en las que suelen marcarse fuertes contrastes entre “‘antes’ cohesivos y ‘ahoras’ conflictivos” (3). Dichas construcciones docentes se apoyaban fuertemente en explicaciones en las que se responsabilizaba a las familias de los jóvenes por una socialización percibida como deficitaria; procesos de “inducción social” que ya no serían “como eran antes” debido a una pérdida de “capacidad cultural”. Tal como lo describe otra etnografía cordobesa (Previtali, 2008) estas “percepciones folk […] parecen comprender el sentido de estas conductas como parte de un trato cotidiano y esperable dentro del contexto cultural del que provienen los chicos” (156). Habría así una relación lineal entre las condiciones de pobreza del alumnado y ciertas modalidades de interacción.

Dichas teorías nativas encontrarían limitaciones en su capacidad explicativa tan pronto como al insertarnos en un contexto socioeconómico contrastante topásemos con actuaciones juveniles similares y las condiciones de vulnerabilidad socioeconómica no estuvieran allí para arrojar comprensión. En modo alguno podríamos demandar a estas teorías rigurosidad científica, sin embargo no existe una distancia intransitable entre estas percepciones “nativas” de corte culturalista y la lectura que puede hacerse a partir de sentenciar para determinados conflictos una “lucha entre civilidades”. Afirmar a modo de declaración de principios que referir a incivilidades no implica pensar en una lucha de “bárbaros” contra “civilizados” es necesario pero puede resultar insuficiente si en nuestros análisis emprendemos luego contra cualquier violencia menor (o micro-violencia si se prefiere) apelando a presuntas distancias socio-culturales entre la escuela y las poblaciones que asisten a ella, cuya existencia no podemos más que “dar-por-sentada”. Como señala Saucedo Ramos (2010):

hay que recordar que en países como Francia [donde el concepto de incivilidades es acuñado] hay una afluencia importante de migrantes cuyos hijos son implícitamente rechazados en las escuela a través de la organización de los encuentros cotidianos, de las formas de evaluación y de la exclusión que se gesta al sacarlos de las aulas por ser “problemáticos” (61).

Detrás del concepto se alude entonces a una distancia sociocultural “constatable” entre escuela y estudiantes que podemos pensar junto a Tiramonti y Ziegler (2008), que en escuelas de elite se encontraría reducida por un criterio de maximización,16 sin que por ello dejemos de observar en dichos contextos el despliegue de actuaciones generalmente enmarcadas dentro de esta categoría.17

Considero entonces que mediante una apresurada “importación” del concepto corremos el riesgo de incurrir en lo que Noel (2009) denomina “transcripción mecánica del discurso nativo”;18 acción por la cual no conseguimos otra cosa que “adoptar” un orden moral que en realidad aspiraríamos a comprender.

Las situaciones analizadas nos permiten apreciar que la reclusión hacia un ámbito de aparente homogeneidad socioeconómica que promueve este tipo de establecimientos habilita la creación de un orden de interacción ad hoc con reglas tácitas que se visibilizan en situaciones incidentales o, como en el caso del Liceo, en actuaciones que exceden los límites “topológicos” del orden de interacción e ingresan en el orden público. En este sentido considero que atender a la dimensión de las incivilidades puede resultar productivo toda vez que en nuestras etnografías evaluemos como tales a aquellas actuaciones cuyo carácter disruptivo emerja del registro subjetivo de los actores. Estas se tornarán entonces en vías de acceso a la comprensión de las “disposiciones morales(Zigon, 2007)19 configuradas en un determinado orden moral. En otras palabras, nuestras etnografías escolares deben ayudarnos a reconstruir y comprender los repertorios morales, esos conjuntos de recursos con los que los actores entran en contacto a través de sus procesos de socialización (Noel, 2012), dentro de los cuales ciertos “marcadores del desorden” (Roché, 1994, citado en Mutchinick, 2013) hacen de una determinada actuación un acontecimiento “incivil”.

Más que tomar a esta categoría entonces como parte de una tipología de violencias podemos pensarla como un concepto que señala una disrupción en un orden de interacción determinado. Operaremos así un corrimiento desde “estudiar las incivilidades” como si se tratase de formas prefiguradas de comportamiento, hacia entenderlas y abordarlas como fenómenos que emergen dentro de esa realidad sui generis que es el orden de interacción y que proporcionan puertas de acceso para la comprensión de la perspectiva de los actores sobre la conflictividad escolar en que se encuentran inmersos.

Notas

1 Se trata de un incidente ocurrido en el año 2004 en una escuela de la localidad de Carmen de Patagones en la provincia de Buenos Aires. En dicha ocasión un alumno baleó a sus compañeros de curso provocando la muerte de tres de ellos.

2 Como señala Míguez (2008) la repercusión que esta clase de incidentes suele tener en los medios y en la agenda política contribuye a construir una percepción pública de crecimiento de la violencia desproporcionada respecto de la incidencia real. Esta percepción potenciada por las demandas de diversos actores de las comunidades educativas dio impulso a la creación del Observatorio Argentino de Violencia en las escuelas, en 2004 (Di Leo, 2008).

3 Por este motivo en el informe 2010 del Observatorio Argentino de Violencia en las Escuelas se reemplazara dicho término (utilizado en el informe anterior) mediante la alusión a los “malos tratos”.

4. Mediante el calificativo “de elite” refiero a que sus destinatarios pertenecen a sectores “que históricamente han habitado en espacios apartados donde han desarrollado una sociabilidad de tipo comunitario, destinada a la conservación de posiciones y a la reproducción social dentro de un espacio determinado” (Tiramonti y Ziegler, 2008: 27). Señalan las autoras que la elección de las instituciones escolares estuvo siempre asociada para estos sectores a prácticas que buscan garantizar la homogeneidad social.

5 Como señalan Martínez, Villa y Seoane (2009) “los procesos de elección escolar expresan tanto las aspiraciones de las familias como la posibilidad de las instituciones de elegir el perfil de los grupos sociales que está interesada en reclutar” (52).

6 El preceptor se refería en la entrevista al Colegio Nacional de Buenos Aires.

7 Dirá Austin (1961) que ante una acusación una opción es admitir la responsabilidad. Otras opciones consisten en dar una explicación en la forma de justificación o excusa. En el primer caso se admite la responsabilidad sobre una acción pero se dan razones para haberla hecho, por lo tanto se discurre con la valoración peyorativa de la acción. En el segundo caso se admite que la acción fue mala pero no se admite completa responsabilidad sobre la misma. El autor sostiene que la investigación de las excusas contribuye a esclarecer la relación entre libertad y responsabilidad. En este sentido, desde la sociología contemporánea Werneck (2012) explica que estos dos “dispositivos morales” otorgan al actor un margen de maniobra para acusar agencia de la estructura (dando una excusa) o agencia de sí (aportando una justificación).

8 Según informaron los participantes del ritual a los medios de comunicación, el mismo se lleva a cabo en la misma plaza pública, ubicada frente a la escuela, para lo cual previamente (el día anterior) deben verter tierra en una zona de la plaza para luego echar agua generando un lodazal.

9 Se trata de un establecimiento bilingüe de la zona norte de la ciudad de Córdoba Capital con una matrícula de aproximadamente 200 estudiantes en todo el nivel medio. La población que asiste a dicho establecimiento procede de zonas aledañas; barrios que concentran familias de clase media alta y alta, algunos countries y barrios cerrados.

10 En su trabajo sobre la interacciones en el orden público Goffman (1979) explica que dado un determinado “bien” (material o simbólico) la reivindicación es el derecho de poseerlo. El contrareivindicador es aquel en cuyo nombre se presenta la amenaza a la reivindicación y los agentes quienes actúan en pro de uno u otro (reivindicador o contrareivindicador).

11 Titulares extractados de la columna de Educación del periódico cordobés La voz del interior durante el año 2014.

12. En la provincia de Córdoba el nivel medio consta de 6 años, los 3 primeros corresponden al Ciclo Básico y los siguientes al Ciclo de Especialización. Los jóvenes de este curso se encuentran en el 3.° año del primero de estos ciclos.

13 Precisamente por el carácter retórico de la pregunta, podemos suponer que la docente creyó al menos saber que ningún joven vive o ha vivido situaciones de violencia familiar en su hogar, cuestión que dista del carácter de certeza que estas suposiciones suelen adquirir en las explicaciones de los docentes de escuelas de sectores populares. Tengamos en cuenta que el estereotipo de violencia doméstica se asocia a los sectores populares. Daniel Míguez (2008) señala que “en el contexto de escuelas radicadas en enclaves marginales, con población de bajos ingresos, [… se percibe] que a las diferencias intergeneracionales se le suelen sumar las sociales. Éstas emergen del contacto entre los alumnos y sus progenitores, provenientes de las clases humildes, y docentes que suelen surgir de los sectores medios. Estas diferencias generacionales y sociales no se manifiestan tan solo en sus dimensiones objetivas […] sino también en las formas de percepción o sistemas de representación de la realidad que son prototípicos en cada grupo generacional y en cada sector social” (17). Así, es posible pensar que tratándose de una escuela “de elite”, las representaciones docentes excluyan a la violencia doméstica como horizonte de posibilidad en la familia de los jóvenes.

14 El autor alude mediante esta expresión a las consecuencias que pueden producirse a partir de un hecho que, desde el punto de vista expresivo, resulte incompatible con una definición determinada de la situación.

15 Goffman (1989) sostiene que las disrupciones de la actuación repercuten simultáneamente sobre tres niveles: la personalidad (el sí mismo), la interacción social y la estructura social.

16 Tiramonti y Ziegler (2008) refieren a una “dinámica de selección de doble vía que realizan las escuelas y las familias […] que procura un acople y homogeneidad satisfactoria entre ambas agencias” (65). En esta misma línea observan Martínez, Villa y Seoane (2009) que “las escuelas se vuelven cada vez más homogéneas en cuanto al perfil socioeconómico y cultural del alumnado que seleccionan” (60).

17 Mientras que en ocasiones se utiliza la categoría para englobar a las pequeñas transgresiones cotidianas tales como burlas, insultos, gritos, exclusiones o rotura de útiles u otras pertenencias (Observatorio argentino de violencia en las escuelas, 2008), otras veces se la utiliza para referir a intimidaciones, abuso verbal, estigmatización o discriminación entre compañeros o entre docentes y alumnos (Míguez y Tisnes, 2008).

18 Noel (2009) se refiere a prácticas desde las Ciencias Sociales consistentes en “devolver” a los actores sus propias imputaciones “revestidas de un lenguaje prestigioso que pasa por teoría, pero que evita colocarse en el lugar en que una intervención teórica en Ciencias Sociales debería hacerlo: […] el interrogar críticamente las teorías ingenuas de los actores sobre sus propias prácticas” (40).

19 Para el autor postular el carácter disposicional de la moral en modo alguno supone pensar que se trate de disposiciones encarnadas o estáticas. En este sentido las distingue del concepto bourdiano de habitus a partir de la recuperación de la noción heiddegeriana de “estar-en-el-mundo”. El carácter irreflexivo de dicha condición se vuelve abierto y nunca estático en lo que el autor denomina momentos de “ruptura” (breakdown), que conducirán a la persona, movilizada por la incomodidad, a retornar a la posición irreflexiva de estar “en” el mundo. Sin embargo este retorno nunca es hacia las mismas disposiciones morales irreflexivas, necesariamente éstas habrán cambiado.

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Recibido: 12 de noviembre de 2014
Aceptado: 13 de abril de 2015
Publicado: 10 de junio de 2016

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