RELMECS, junio - noviembre 2023, vol. 13, nº1, e128. ISSN 1853-7863
Universidad Nacional de La Plata
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Centro Interdisciplinario de Metodología de las Ciencias Sociales
Red Latinoamericana de Metodología de las Ciencias Sociales

Artículos

Cuerpos, silencios y escucha: reflexiones teórico-metodológicas sobre la investigación de la masacre en Colombia

Yamith José Cuello Vergara

Grupo Sociedad, imaginarios y comunicación, Universidad de Córdoba, Colombia
María Alejandra Taborda Caro

Universidad de Córdoba, Colombia
Cita sugerida: Cuello Vergara, Y. J. y Taborda Caro, M. A. (2023). Cuerpos, silencios y escucha: reflexiones teórico-metodológicas sobre la investigación de la masacre en Colombia. Revista Latinoamericana de Metodología de las Ciencias Sociales, 13(1), e128. https://doi.org/10.24215/18537863e128

Resumen: El presente artículo tiene como objetivo compartir una reflexión teórico-metodológica para pensar el cuerpo, el espacio y el tiempo en el acto de la masacre, una de las modalidades de la violencia perpetradas en Colombia, a través del concepto de economía moral. Para ello se utilizan otros conceptos, como necropolítica y espectacularización de la muerte, para mostrar que las masacres presentan un código cifrado en el cuerpo que tiene implicaciones que se darán en otra dimensión: la subjetividad y el sentido social. Se propone también que en el estudio de una masacre se debe diferenciar entre la espacialidad acrónica, en la que se experimenta el horror, y la histórica de este horror, para problematizar los regímenes visuales y narrativos que devienen de esta experiencia. Frente a esto, se plantea la necesidad de identificar la formación de una cartografía de silencios cuyas líneas se posicionan tanto en la instancia acrónica de la masacre, en el devenir del cuerpo en la escritura, como en la producción de memorias colectivas. Ello implica comprender la masacre como acontecimiento, asumir el carácter espacial del tiempo en el cuerpo y los marcos sociales y personales para la escucha de los testimonios y para su escritura. Finalmente, todos estos insumos teóricos son, a su vez, metodológicos, puesto que trazan un marco de interpretación, plantean unas rutas, pero también interrogantes que son necesarios a la hora de llevar a cabo investigaciones en las cuales la experiencia del otro-otra está atravesada por los dolores ocasionados por la guerra.

Palabras clave: Cuerpos, Economías morales, Silencios y escucha.

Bodies, silences and listening: theoretical-methodological reflections on the investigation of the massacre in Colombia

Abstract: This article aims to share a theoretical-methodological reflection to think about the body, space and time in the act of massacre, one of the modalities of violence perpetrated in Colombia, through the concept of moral economy. For this purpose, other concepts such as necropolitics and spectacularization of death are used to show that massacres have a code ciphered in the body with implications in another dimension: subjectivity and social meaning. It is also suggested that in the study of a massacre it is necessary to differentiate between the achronological spatiality in which horror is experienced and the historical spatiality of this horror, in order to problematize the visual and narrative regimes that result from this experience. In view of this, it is necessary to identify the formation of a cartography of silences whose lines are positioned both in the achronological instance of massacre, in the becoming of the body in writing, as well as in the production of collective memories. This implies understanding massacre as an event, assuming the spatial character of time in the body and the social and personal frameworks while listening to the testimonies and writing them. Finally, all these theoretical inputs are in turn methodological, since they outline a framework for interpretation, propose certain routes, but also questions that are necessary when carrying out research where the experience of the Other is marked by the pain caused by war.

Keywords: Bodies, Moral Economies, Silences and Listening.

Corpos, silêncios e escuta: reflexões teóricas e metodológicas sobre a investigação do massacre na Colômbia

Resumo: O objetivo deste artigo é compartilhar uma reflexão teórico-metodológica sobre o corpo, o espaço e o tempo no ato do massacre, uma das formas de violência praticadas na Colômbia, através do conceito de economia moral. Para isso, são utilizados outros conceitos como a necropolítica e espetacularização da morte para mostrar que os massacres têm um código cifrado no corpo e que possui implicações em outra dimensão: na subjetividade e no significado social. Propõe-se também que, no estudo de um massacre, é necessário diferenciar entre a espacialidade acrônica em que o horror é vivenciado e a espacialidade histórica desse horror, para problematizar os regimes visuais e narrativos que resultam dessa experiência. Nesse sentido, é necessário identificar a formação de uma cartografia de silêncios dos quais as linhas se posicionam tanto na instância acrônica do massacre, quanto no devir do corpo na escrita e na produção de memórias coletivas. Isso significa entender o massacre como um evento, assumindo o caráter espacial do tempo no corpo e as estruturas sociais e pessoais para ouvir os testemunhos e a sua escrita. Por fim, todos esses aportes teóricos são, por sua vez, metodológicos, uma vez que traçam um quadro de interpretação, apresentam alguns caminhos, mas também interrogantes necessários no momento de realizar pesquisas nas quais a experiência do outro seja atravessada pela dor causada pela guerra.

Palavras-chave: Corpos, Economias morais, Silêncios e Escuta.

1. Introducción. Economías morales y prácticas de violencia

Pensar el cuerpo, el espacio y el tiempo en el acto de la masacre, o de cualquier acontecimiento que implica una performatividad producida por el exceso de la violencia, es el objetivo de las líneas que se trazan aquí. La historia del conflicto armado en Colombia ha estado atravesada por múltiples dinámicas de saber-poder, desde las cuales se han configurado proyectos de nación que se construyen sobre unas economías morales, de las que, a su vez, se despliegan tecnologías de la violencia. Tanto los paramilitares como las guerrillas y otros actores crearon un sistema de guerra cuya experiencia próxima sería la masacre, una de las modalidades de la violencia. Otras modalidades son los asesinatos selectivos, desaparición forzada, desplazamientos, despojos... Respecto de las masacres, el Observatorio de Memoria y Conflicto del Centro Nacional de Memoria Histórica indicó que, entre 1958 y 2020, se han ejecutado alrededor de 4.294 masacres, que han sido perpetradas por grupos paramilitares (51.4 %), guerrillas (19.0 %), agentes del Estado (8.2 %) y grupo pos-desmovilización, entre otros (Sistema de Información de Eventos de Violencia del Conflicto Armado Colombiano, 2021).

Es necesario resaltar que la noción de masacre no está contemplada dentro de la estructura jurídica colombiana ni tampoco en los instrumentos del Derecho Internacional Humanitario. Sin embargo, su existencia y la diversidad de sus manifestaciones han marcado la historia socio-política de Colombia. Actualmente, esta práctica de violencia está en discusión abierta, tanto en el campo académico como en el político y estatal.

Por lo general, las masacres son explicadas por medio del contexto en el que se perpetra el hecho violento y su magnitud en aspectos numéricos. Para algunos, una práctica de violencia, para adquirir el estatuto de masacre, debe ejercerse sobre cinco o más víctimas, lo que reduciría su manifestación, especialmente en los últimos cinco años. Otros, como el gobierno del expresidente Iván Duque, denominaron la masacre como un homicidio colectivo, aprovechándose de la confusión y la indeterminación legal que existe en el país. Frente a este reduccionismo, hay investigaciones que establecen que comprender una masacre sólo a partir de las cifras es cuestionable, considerando que estas terminan por transformarse en pretextos para manipular o absolver (Barbosa y Gómez, 2007).

Algunos investigadores consideran que las masacres no están por fuera de las mismas prácticas genocidas, puesto que se perpetran sobre personas indefensas, tienen un principio reorganizador o de “reingeniería social” (Arroyave, 2017) y de “realización simbólica” (Feierstein, 2014), mientras que el homicidio colectivo remitiría a otro tipo de conflictividad que reduce las cargas semánticas negativas más duras a otras más laxativas, que conducen a la despolitización del hecho y su asociación al enfrentamiento entre grupos armados (Calle, 2020; Umaña, 2020). De todas maneras, esa última denominación obedece a “políticas discursivas, simbólicas y jurídicas, orientadas a negar la existencia en el país de un conflicto armado y a referir estos hechos solo a problemas o asuntos criminales” (Restrepo, 2020, s. p.).

Por su parte, Arroyave (2007) concibe las masacres, los genocidios y la práctica social genocida como un hecho criminal que busca el aniquilamiento de colectivos sociales articulados. Frente a esto, dos aclaraciones. Para el autor, hay diferencias entre el genocidio y la práctica social genocida, pero también similitudes entre una práctica social genocida y las masacres.

Respecto de lo primero, Arroyave (2007) considera que el genocidio es una categoría amplia que puede integrar la muerte sistemática de personas por los efectos de políticas económicas o ambientales, pero también restrictiva, puesto que está asociada y tipificada por una mirada jurídica; contrariamente a la de masacre, que es utilizada como una categoría analítica por investigadores o es de uso social para acentuar la vulneración de derechos. Por su parte, la práctica social genocida es aquella que se perpetra en alianza o por actores armados frente a colectivos cuyas alteridades se consideran indeseables, peligrosas o inferiores. Bajo este marco, las masacres tienen características comunes con las prácticas genocidas en los siguientes aspectos: el dominio espacial por parte de un grupo armado, la persecución de alteridades y el uso sistemático de técnicas de terror (Arroyave, 2017).

Respecto de las épocas en que las masacres se han perpetrado, podríamos encontrar tres períodos para el estudio de estas prácticas. El primero, vinculado al Bogotazo y la violencia partidista (1948-1964), con masacres efectuadas por cuadrillas de bandoleros liberales y conservadores en territorios rurales marginados de varios departamentos (Uribe y Vásquez, 1995). La segunda etapa se origina dentro del proyecto político y militar de las guerrillas, del paramilitarismo y las Autodefensas. Tras el proceso de desmovilización de los paramilitares y la creación del sistema de justicia transicional y del Centro de Memoria Histórica (2013), se conceptúa la masacre como un “homicidio intencional de cuatro o más personas en estado de indefensión y en iguales circunstancias de modo, tiempo y lugar, que se distingue por la exposición pública de la violencia. Es perpetrada en presencia de otros o se visibiliza ante otros como espectáculo de horror” (p. 23).

En este marco, el abordaje de las masacres se ha dado desde dos perspectivas metodológicas. La primera estudia al detalle varias masacres para asignarles el carácter de emblemáticas, representativas o simbólicas, lo que permite explicar los contextos, modalidades y hechos victimizantes en que operan. Bajo esta orientación, se investigaron 33 de ellas en el país. En la segunda perspectiva, se creó una base de datos de las masacres que se cometieron en el territorio colombiano. Con esta cartografía se busca dar cuenta de datos específicos como tiempo, lugar, actores y número de víctimas.

En tercer lugar, se encuentran las masacres recientes, realizadas después del acuerdo de paz (2016). Han sido estudiadas por organizaciones como Indepaz y la Fundación Conflict Responses, que las han entendido como una respuesta a intereses locales, por lo que se pueden dividir en dos grupos: las que ocurrieron en lugares donde existe una disputa entre grupos armados ilegales y las que sucedieron en contextos donde no hay enfrentamientos de ese tipo; es decir, zonas donde no se han registrado estas disputas por el control territorial en las que pueden estar actuando grupos neo-paramilitares (Verdad Abierta, 2021).

Por otro lado, se encuentran los trabajos de corte fenomenológico y antropológico, que buscan comprender el lugar del conflicto colombiano sobre el cuerpo y las dimensiones corporales de la experiencia humana. En esta línea se encuentran los trabajos sobre las memorias, las percepciones y las emociones (Falla y Velásquez, 2017; Mesa y Mayorga, 2013). Estas investigaciones también transitan por la violencia sobre (inscrita en) el cuerpo (Guerrero, 2010), la violencia incorporada (Cardona, 2017), prácticas funerarias o el lugar del cuerpo muerto en el territorio (Chaves, 2010) y los paisajes y lugares de memoria (Guglielmucci y Suárez, 2013; López y Quintero, 2020).

En este artículo se plantea que las masacres cometidas en el contexto del conflicto armado colombiano operan en el marco de un dispositivo de economía moral, conceptualización que no se supedita a una interpretación de las variables político-culturales en relación a una economía moral que busca la defensa de los modelos tradicionales frente a la amenaza de los mercados capitalistas, comprensión a la que tienden E. P. Thomson (1974, 1995) y Flórez (1991), entre otros. Por el contrario, esta economía moral se ejerce sobre los cuerpos con el fin de constituir unas identidades-diferencias, regímenes discursivos y visuales, y sobre ellas, consolidar prácticas económicas y políticas.

Para ello se requiere establecer órdenes sociales que tienen el efecto de sujetar, disciplinar, regular el cuerpo social o eliminar al otro mediante el ejercicio de unas prácticas micro-políticas denominadas necropolíticas (Mbembe y Archambault, 2011), que operan mediante una mecánica de violencia y crueldad ejercida sobre los cuerpos y sus identidades con el fin de anular su potencia. Esto es, en términos de Blair (2010), una política punitiva del cuerpo o una economía del castigo.

En este artículo se plantea que la tecnología de la masacre debe ser comprendida desde un recorte metodológico que lleve a delimitar y correlacionar una espacialidad acrónica dada por el horror, y la histórica de este horror, para dilucidar los órdenes simbólicos y narrativos de cada una de estas tecnologías de la violencia. No se quiere indicar el desplazamiento contextual para explicarlas, pues debe asumirse en un momento posterior. Sin embargo, creemos que, aunque esta reflexión sea una narrativa centrada en el dolor, se deben problematizar los regímenes visuales y narrativos que devienen de esta experiencia y evidenciar los marcos que configuran y van configurando el acontecimiento social.

Luego de este recorte metodológico, se desarrolla un ejercicio reflexivo centrado en los sujetos que investigan este tipo de violencias, que giran en torno a cómo un investigador se enfrenta a la escucha del testimonio de una experiencia de dolor y horror para ser doblemente narrada, cómo en esta escritura del otro hay unos espacios abismales; pero también cómo en las rejillas conceptuales que se utilizan para organizar y dar contexto al acontecimiento están centradas en lo decible, que se enfrenta a lo inenarrable. En este sentido, entenderíamos lo metodológico no como la mera instrumentalización de teorías y conceptos, sino como un campo reflexivo que permite encuentros con la realidad social y situar la producción de memorias y narrativas en un campo de saber-poder.

Frente a ello, se plantea reconocer una multiplicidad de silencios tanto en la instancia acrónica de la masacre, en el devenir del cuerpo en la escritura, como en la producción de memorias colectivas. Esto implica reconocer la masacre como acontecimiento, asumir el carácter espacial del tiempo en el cuerpo y los marcos sociales para la escucha de los testimonios del horror y las narrativas producidas. Todo ello permite trazar las cartografías performativas del cuerpo, así como las superficies y significaciones por las cuales este transita, en el espacio de la desposesión de la vida y la articulación de la muerte, como cuerpo virtual o como testigo.

2. Guerra de masacres: la centralidad en la población civil

Parte de la tecnología por medio de la cual opera la masacre se caracteriza por la centralidad que tienen la población civil en el conflicto y las violencias extremas que se ejercen en los cuerpos. Esta crueldad a la que son sometidos los cuerpos es producto de la concreción de unos poderes que inventan un territorio en excepción, un espacio anómico, en el que se posicionan unos enemigos, se crean soberanías, se suspenden los derechos humanos y se producen unas no-personas expuestas a morir y a constituirse en unos íconos simbólicos que tienen, inicialmente, la función de aleccionar a los otros- otras por medio del horror y constituir unos espacios del miedo. Es la locación del cuerpo por medio de su dis-locación.

Esto implica reconocer y reflexionar sobre el carácter político de la corporalidad, así como las funcionalidades de la muerte en las dinámicas de control social y el desarrollo de las economías que atraviesan el conflicto. En este sentido, “matar, rematar y contramatar” (Uribe, 1990) no es una “demencia colectiva”, una patología, sino una práctica social que, claramente, se produce en el espacio de sutura entre los discursos, las dinámicas de poder y sus mecanismos psíquicos. Según Sánchez et al. (2008), la masacre tiene una triple función: “es preventiva (garantiza el control de poblaciones, rutas y territorios); es punitiva (castiga ejemplarmente a quien desafíe la hegemonía o el equilibrio); y es simbólica (muestra que se pueden romper todas las barreras éticas y normativas, incluidas las religiosas” (p. 18).

Al respecto, Galván (2020) señala que “la captura de la población civil y su inserción en una guerra, que no es suya, es lo que ha configurado una de las dimensiones más cruentas de la episteme de la violencia en Colombia: la instrumentalización de la muerte y la vida de las personas” (p. 162). En este sentido, la comprensión del conflicto armado colombiano y la operatividad de la guerra no se puede separar del cuerpo ni de la población como cuerpo social, puesto que este es un espacio donde se ejercen también las estrategias de poder y control.

Por ello, las prácticas de poder no sólo se expresan en una matriz geopolítica, territorial, ni mucho menos a partir de unas dinámicas eminentemente económicas, puesto que el paramilitarismo y las guerrillas se configuraron como un proyecto que se teje con los regímenes de verdad de una época. El análisis del paramilitarismo y las guerrillas como un proyecto implica reconocer las estrategias de saber-poder que lo atraviesan y construyen, así como el campo de representaciones que llevan a cristalizar unas identidades y diferencias sobre los cuerpos y las alteridades en relación con la política, el género, las sexualidades, las culturas, entre otros.

La conceptualización del paramilitarismo y de las guerrillas como un proyecto se explica, además, por las dinámicas geopolíticas, su razón estratégica, por las redes y conexiones con el campo político y por la sistematicidad de sus prácticas, que se expresa de formas diversas. Este carácter sistemático permite dar cuenta de que esta práctica necrótica se efectúa en escalas, traza una cartografía regional y nacional, que no son casos aislados, tienen sus modos de operatividad y forman parte de la imposición de órdenes sociales, en cuyo centro está el cuerpo social o la población civil.

La dinámica del conflicto armado colombiano y la centralidad de la población tensionan, por otro lado, los principios que promulga el Derecho Internacional Humanitario al limitar los efectos de los conflictos. Giraldo (2009) considera que este tipo de límites está relacionado con un modelo interpretativo de guerra que ha estado asociado a disputas entre Estados-nación, mientras su aplicación al conflicto interno pone en tensión un modelo regular de guerra con uno de guerra irregular; este último es el tipificado para el caso colombiano.

Por ello, la identificación de unos actores en la relación amigo-enemigo está en tensión. Si bien se reconocen unos actores en disputa, adversarios entre sí, objetivo militar de toda guerra, las fronteras se disipan cuando estos se inmiscuyen con la población civil, que se convierte en el nuevo “objetivo militar”. Según Münkler (2005), durante los años ochenta la táctica de la guerra tiene una reconversión: a la "guerra de combates”, desarrollada entre ejércitos combatientes, se yuxtapone una "guerra de masacres".

Militares y paramilitares describen el mecanismo por el cual posicionan a la población como actores relevantes en el conflicto. Por un lado, las Fuerzas Militares describían la existencia de la llamada población civil insurgente y, por otro, las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) caracterizan a la población como simpatizantes activos y simpatizantes pasivos de los grupos guerrilleros (Ugarriza y Ayala, 2017). Este “camuflaje” de los grupos guerrilleros con las comunidades y de las supuestas alianzas con grupos paramilitares y de autodefensas ha sido una de las causas por las cuales se han perpetrado muchas de las masacres en el país.

En este espacio, la masacre forja un pathos de la distancia en el cual se fijan, por un lado, unas tecnologías del bien organizadas por una serie de valores que se despliegan de esta economía moral. Por otro lado, esta escala de valores es legitimada desde ejercicios de poder que pretenden jerarquizar a las poblaciones y a las alteridades, y sobre estas forjar los criterios de bueno y malo. Desde este sentido, la masacre les permitiría a los paramilitares y a las guerrillas aleccionar a las poblaciones, a la vez que se las distanciaba de una escala de valores que estaba en contravía del proyecto que pretenden defender. Sin embargo, el eje de esta tecnología de muerte, la masacre, va más allá de un estigma y se emplaza a través de unas economías morales que explican que los hechos de la violencia que se ejercen sobre los cuerpos, la vida y el cuerpo social, van de la mano, por ejemplo, de prácticas de despojo.

3. El espacio, el tiempo y el cuerpo en la tecnología de la masacre

Para comprender las relaciones corporales, espaciales y temporales que instaura la tecnología de la masacre, se parte de una de las conclusiones a las que llega Torres (2013) al analizar la violencia del México narco y de la experiencia narrada de aquellos que la vivenciaron en el conflicto armado colombiano. La masacre del Salado, cometida entre el 16 y el 21 de febrero del 2000, forma parte de la más notoria y sangrienta escalada de hechos de violencia masiva perpetrados por los paramilitares. Algunos hablan de cien muertos; otros, como el Centro Nacional de Memoria Histórica, de sesenta. Pero lo cierto es que ese día, en la cancha, quedaron más de treinta cuerpos que luego, cuando los paramilitares salieron del pueblo, sus familiares sepultaron en una fosa común.

Es de resaltar que la producción de narrativas de El Salado forma parte de los casos emblemáticos que se produjeron en Colombia por el Grupo de Memoria Histórica, como mecanismo explicativo de las dinámicas del conflicto armado en los territorios, la diversidad de contextos, las relaciones entre los actores y las economías que subyacen. En este sentido, los casos emblemáticos producidos en Colombia si bien ayudaron a consolidar unos lugares de referencia, de condensación del horror, que sirvieron para explicar cómo operó el conflicto armado en unos contextos, los factores determinantes y recurrentes, las alianzas estratégicas, las modalidades y los repertorios de violencia, también produjo una serie de silencios sobre otros territorios.

Con este carácter emblemático signado, no se quiere buscar una veracidad de lo que aquí se produce, sino enunciar que los encuadramientos de la memoria (Pollak, 2006) suponen la definición misma del emblema, una elección entre los múltiples casos, la participación de unos especialistas, la articulación de un lenguaje y la administración del pasado, por medio de este. Por lo tanto, se acude a esta masacre, no para hacer una especie de memoria, porque el tratamiento metodológico de los relatos no lo posibilita. Esta relación puede conducirnos, en cambio, a problematizar los marcos de acción en los que esta se despliega, los sentidos de la teatralización y los regímenes visuales. Se reconoce, por lo tanto, que se parte de un uso abismal de los relatos, porque no se está próximo a la experiencia y se hace un recorte de ellos.

Torres (2013) considera que “no hay duda de que el poder proviene en gran medida de la gestión de la imagen. La representación visual parece ser un medio adecuado para administrar la memoria y reescribir relatos de realidad” (p. 178). Esta imagen, desde nuestra perspectiva, debe ser comprendida desde las instancias en las que se produce porque, aunque en la guerra las imágenes parecieran condensarse en la espacialidad histórica del horror, la experiencia de cada uno de los actores en el instante mismo, y después del acto violento, instaura un orden de representación que adviene de la desesperación, del dolor y del sufrimiento. La experiencia corporal instaura un tiempo que no ha sido reconocido por la historia. Es un tiempo que, si bien es espacialmente un presente, por la i-lógica del exceso se trasforma ahora en una espacialidad acrónica: es el tiempo del cuerpo de quienes padecen, es el espacio que se pone ante los ojos,1 es el tiempo del cuerpo de quien vive.2

Este tiempo no es el tiempo-ahora (Jetzteit) de la postura benjaminiana, que se asume como una interrupción del tiempo lineal, cíclico y acumulativo, con lo que posibilita un quiebre para la rememoración y la redención del pasado; el tiempo abierto a la irrupción de lo nuevo y de la reparación de las víctimas de la historia (Casas, 2020). En cambio, se asume aquí el tiempo como acontecimiento; es decir, el espacio donde se constituye una experiencia des-estructurante producida por hechos extremos o límite y que por ello tienen la capacidad de generar dinámicas nuevas, de producir significados y convenciones sociales inciertas. Se asocia al concepto de trauma social desarrollado por el sociólogo Kai Erison (Ortega, 2008). Por su parte, Das y Singh (1995) adoptan el término “acontecimientos críticos” para referirse, desde la antropología de la cotidianidad, a la textura emocional que producen ciertos sucesos. En efecto, la experiencia traumática inaugura una temporalidad particular.

En su espacialidad, la tecnología de la masacre avanza desde el acto mismo y se condensa en la instancia del horror desde el horror mismo. De corporalidades en exposición al martirio, avanza hacia corporalidades expuestas a la desesperanza, a la incertidumbre y al sufrimiento. Este es el espacio de las performatividades del exceso (Diéguez, 2011). Mbembe (2020) conceptúa esto como la aplicación de una tecnología de poder denominada necropolítica, que sitúa desde la metáfora de los muertos vivientes. Con dicha categoría, Mbembe da cuenta de cómo un ejercicio sistemático de la violencia y de terror configura un territorio en excepción donde los derechos se suspenden y los cuerpos de las personas son reducidos a cosas. Contrariamente a la administración de la vida, esto es, la biopolítica en Foucault, hay una administración de la muerte.3

Esta performatividad no invoca la escena en un teatro, sino su teatralidad; es decir, la suspensión de los flujos cotidianos y la producción de los posteriores escenarios narrativos y visuales. En este sentido, el horror en esta espacialidad acrónica es experimentado desde las múltiples situaciones en las que se instaura la práctica necrótica. Una de ellas se refiere a los cuerpos diseminados en el espacio, un cuadro que invoca la fragilidad y vulnerabilidad del cuerpo, así como las ficciones de nuestras soberanías. Al respecto, Benjamin (1990), en su reflexión sobre el drama barroco alemán, plantea que la formación de un ícono simbólico no es posible por medio del cuerpo entero: se requiere de la trasformación de la morfología humana.

La teatralización se va en la constituyendo la masacre, y al indicar la teatralidad como una construcción, se da lugar a entender que el espacio es una proyección de la performance y que el tiempo se disipa hacia una espacialidad en la que se hace del cuerpo un festín. La crueldad a la que son sometidos los cuerpos, a diferencia del combate y la persecución, muestra que no se tiene un futuro inmediato, debido a que la escena es puesta en el acto mismo del festín.4 El carácter público en que se desarrolla la masacre y la exposición del horror ante los Otros son condiciones que los paramilitares instauraron para castigar y, a la vez, “aleccionar” a las poblaciones. La plaza, el espacio nuclear de la población, se fuga en la lógica de lo bueno y lo malo, y la marca en el cuerpo individual deviene marca del cuerpo social; mientras la casa, o todas las casas intimas, devienen también en el espacio público del horror.5

La prolongación de la agonía y la diversificación de la violencia son la esencialidad de la masacre; es el despliegue de la atrocidad instaurado por la proximidad con los cuerpos.6 Esta es otra de las características de este acontecimiento: la proximidad. La relación directa que hay entre los cuerpos, entre quien tiene un dominio de los objetos para infligir dolor y a quienes se les está aplicando una técnica de sufrimiento, lleva a considerar que no siempre en toda la aplicación de la tecnología necrótica está activada una representación del otro asociado al estigma; o, por lo menos, hay una transfiguración del este estigma, un envolvimiento, por su trayectoria personal y social situada desde un poder psíquico.

En el caso específico de la violencia perpetrada por los paramilitares en Colombia, la construcción del otro como enemigo parte de y tiene una anterioridad que se deposita en la estigmatización; esto es, el cuerpo bajo sospecha. Se enuncia el estigma como parte de, porque en la proximidad se cortan los procesos políticos; esto no indica que no hay relaciones políticas y económicas que subyacen al ejecutar esta tecnología; es decir, una economía moral.7

Este planeamiento suscita la pregunta: ¿quién es capaz de atreverse a matar y quién no? ¿Se estaría hablando aquí del sujeto endriago y de los necro-empoderamientos propuestos por Sayak Valencia, esto es, “aquel que se ve forzado a utilizar la violencia como medio de supervivencia, autoafirmación y herramienta misma de su actividad laboral” (Barquinero, 2019, p. 62)? Es una pregunta sin resolver en este artículo. Lo que sí se produce en este acontecimiento es la imposibilidad o el debilitamiento de la inter-corporeidad; es decir, el agresor no experimenta lo que siente el otro cuerpo violentado. Para Lindón (2012), “El agresor sólo experimenta la situación de ejercicio de la violencia desde un sí mismo que controla al otro cuerpo. Se trata de un ejercicio del poder posible a partir de la anulación de la intercorporalidad […]” (p. 714).

Con la figura del envolvimiento se quiere indicar que, si bien el estigma opera como parte del marco para producción de los otros, del otro que es amigo o enemigo, y como el criterio por el cual se justifica la violencia contra ese enemigo por parte de los perpetradores del hecho, el carácter del acontecimiento produce un espacio incierto que no niega la operatividad del estigma ni lo anula, sino que crea un espacio de suspensión que produce la anulación de la intercorporeidad y un espacio difuso entre el adentro y el afuera que construye el estigma; esto es, la dimensión psicosocial de quien perpetra el hecho.

Si bien las formas de representación de la violencia extrema o las formas macabras que asume la violencia es el campo interpretativo en el que Blair (2004) y Torres (2013) se posicionan, entender la violencia bajo las tecnologías por las que es perpetrada, la manera en la que la masacre es perpetrada, el campo declarativo del cuerpo como espacio de la masacre, los propósitos a los que dice apuntar, no son parte fundamental de su análisis. En el análisis de Torres (2013), para el caso de México la estigmatización no es el dispositivo por el que se perpetra la masacre. El estigma aparece en la exposición pública que se hace de los cuerpos desmembrados.

La tecnología de la masacre busca, además de matar, llevar a cabo un ritual o una teatralización que, en la experiencia e histórica del horror, aleccione a otros, instaurando una nueva corporalidad a modo de cuerpo gramatical y, a partir de ello, un régimen de imaginería. Por ello, las manipulaciones que se hacen del cuerpo y del cadáver, por parte de los sujetos victimarios, cumplen, posteriormente, “una función aleccionadora en tanto signos que desbordan la visión e instauran una pedagogía del horror, un imperio del miedo” (Torres, 2013, p. 161). En este marco, Blair (2004) establece que el código cifrado en el cuerpo tiene implicaciones que se darán en otra dimensión: la subjetividad y el sentido social. Por ello, la producción y el consumo performativo de los cuerpos continúa en el espacio geográfico donde la masacre sucede, pero también en las superficies de inscripción donde se extiende.

En este mismo horizonte, Galván (2020) construye la categoría de cuerpo panfleto para dar cuenta de cómo en las prácticas mortíferas en el marco del conflicto armado se ejercen unos necro-poderes y unos necro-empoderamientos. Estos necro-poderes panfletizan los cuerpos, no sólo porque condensan el horror, sino también porque lo hacen circular; no sólo porque señalan quiénes están expuestos a morir, sino también porque demuestran y afirman las soberanías de unos actores y evidencian las vulnerabilidades de otros. La panfletización del cuerpo transcurre por tres procesos: primero, “el hacer morir o la articulación de una práctica necrótica sobre el cuerpo; segundo, la espectacularización del cuerpo violentado a través de un régimen visual, y tercero, el consumo visual del cuerpo afectado por los necropoderes” (Galván, 2020) que configuran unas subjetividades frente al dolor de los demás.

En este sentido, la disposición del espacio y de los cuerpos da lugar a la invención de otro orden, de una nueva gramática corporal, de nuevas redes de relaciones, de flujos y yuxtaposiciones no sólo de las narrativas, sino también de los silencios. Es decir, la construcción de una cartografía de relaciones significantes y de poder. Esta cartografía supone la identificación de nuevos componentes, la creación de nuevas relaciones y territorios significantes, ambivalentes y de otro orden. Está atravesada, de igual forma, por las dinámicas de la diferenciación social y por los ejes de la interseccionalidad: raza, genero, clase, sexualidad, etc.

Los silencios, aunque anteceden a la espacialidad histórica del horror, y aunque sean un producto de este mismo y sean el horror mismo, son la continuación de la espacialidad acrónica que se construye en la masacre: es la misma espacialidad del cuerpo. También la escritura del horror da cuenta de cómo el cuerpo deviene en narrativa y cómo entre imagen, escritura y cuerpo hay múltiples líneas de silencios. Es necesario plantear la existencia de diferentes tipos de silencios: los producidos en el marco del acontecimiento; el silencio palpitante, de los que discurren en la producción de los testimonios, en la escritura, pero también aquellos asociados a las resistencias o a la imposibilidad de nombrar las violencias, hasta ahora sin nombres.

4. Los silencios y la espectralidad del cuerpo

Como se dijo, en la espacialidad de la masacre los cuerpos están en exposición y a disposición de quienes tienen el domino de la tecnología de muerte, y ante la respuesta al peligro. No hay otra escena que la del instante. Si hay un tiempo en este recorte, es el del instante. Hay, en consecuencia, una suspensión de la temporalidad, en la que el trauma habita un espacio-tiempo muy distinto. Este silencio palpitante “supone una confrontación con lo indecible, con la retorsión de la palabra, que se va diluyendo en un silencio que no es más que la forma extrema del grito” (Le Breton, 2006, p. 82). La manifestación del grito y de los silencios no son opuestos: expresan la insuficiencia del lenguaje y la vulnerabilidad misma que se enuncia en el lenguaje del cuerpo. En vista de ello, el devenir traumático del acontecimiento fragmenta la capacidad de generar sentidos, produce unos quiebres. Por ello se requiere una toma de distancia entre presente y pasado a la hora de hacer memorias. Sin embargo, además de fragmentar unos sentidos, produce otros.

En consecuencia, la representación del trauma constituye una paradoja en el sentido y la temporalidad. Esta representación del horror se posiciona ante unas vivencias que transitan entre el sin-sentido del sufrimiento, las borraduras inscritas por el trauma y la necesidad de hacerlo inteligible, aunque sea una demanda imposible (Acosta, 2017), puesto que el poder psíquico del horror gesta sus propios mecanismos para cumplir este propósito. No quiere indicarse que no hay producción de sentido en los escenarios del horror, puesto que las cartografías narrativas forjan múltiples relaciones y pliegues de significados, sino que las inscripciones de la violencia en el cuerpo tienen un espacio habitado, el del instante, el cual desafía su representación, pero la produce. Lo que se dice del acontecimiento se dice desde el trauma, desde el gesto de narrar, desde la memoria y desde las inscripciones de la violencia en el cuerpo, desde los silencios; nunca en el instante, pero siempre hunde sus raíces en este.

El acontecimiento traumático afecta el campo simbólico de la formación del lenguaje (Acosta, 2017). Al respecto, Olivera (2009) reconoce la existencia de un territorio deslizante entre el lenguaje y la representación de los acontecimientos traumáticos. Se dice que reconoce porque su planteamiento toma elementos del filósofo Walter Benjamin y de la obra del poeta Paul Celan en lo que respecta a la doble aporíadel testimonio; esto es, “el deseo y la imposibilidad de narrar la vivencia traumática; la tensión ineludible entre el recuerdo y el olvido” (Olivera, 2009, p. 2).

Pero también existe la imposibilidad física de testimoniar. Es la imposibilidad humana planteada por Primo Levi (2001): “no hay nadie que haya vuelto para contar su muerte” (p. 36). Sin embargo, la postura de la escena en el acto de la masacre y en las superficies en que esta se inscribe (periódicos, noticias, imágenes, textualidades) cuenta no sólo la muerte, sino que también instaura modalidades visuales y narrativas del acto y de los cuerpos, desde las cuales se gestionan subjetividades. Es la disposición del cuerpo y la virtualización del cuerpo. De la disposición en la escena a la dispersión en múltiples superficies.

En este marco, los referentes conceptuales sobre la memoria y las experiencias de la rememoración se articulan con las nociones y prácticas del recuerdo, el olvido y la producción de silencios. Se ha planteado que ello se debe a la selectividad de la memoria, a la imposibilidad de una memoria que dé cuenta de todas las experiencias individuales y colectivas en un orden lógico, lineal y coherente. También se ha problematizado el lugar estratégico del olvido y de las luchas políticas por la memoria, por impedir la solidificación de una narrativa, por ejemplo, sobre la construcción de la nación; sobre el ejercicio de los gobiernos y sus economías de vida o de muerte; sobre sus nichos y superficies de inscripción.

También se ha hecho una distinción entre el olvido y los silencios, ubicando estos en un escenario de imposiciones, como mecanismo de defensa y protección. Otros están asociados a posiciones estratégicas o a la imposibilidad de dar sentido al acontecimiento; es decir, a la persistencia de un trauma (Jelin, p. 80). Según los modos de gestión del pasado, se diferencia entre la producción de memorias y la repetición traumática del acontecimiento, en el sentido de que en la memoria “el pasado no invade el presente, sino que lo informa” (Jelin, 2002, p. 69).

Por otro lado, estos silencios, según Pollak (2006), remiten a la noción de memorias subterráneas; aquellas memorias que no tienen un nivel de irrupción hasta que unos marcos sociales lo posibilitan o las reivindicaciones encuentran sus nudos convocantes (Stern, 2000). Diríamos que son memorias que están a la espera de unas grietas para emerger y por lo tanto no son en sí mismas prácticas para el olvido; son, en cambio, tejidos en latencia. “El silencio, a diferencia del olvido, puede funcionar como modo de gestión de la identidad según las posibilidades de comunicación de esta experiencia extrema” (Pollak, 2006, p. 58). Estos modos de gestión de la identidad se ubican en los intersticios producidos por las rupturas con el mundo habitual y la readaptación a la vida cotidiana por acción de sucesos traumáticos, un proceso de reflexión sobre sí y los marcos sociales que ponen en juego la producción de testimonios.

También autores plantean la existencia de unas grietas en la memoria que indican, no coyunturas o acontecimientos que posibilitan irrupciones, sino huecos o confusiones en el plano de la producción de testimonios; grietas que responden a los ritmos temporales del recuerdo, a los mecanismos de incorporación de las experiencias pasadas en el presente, a los vacíos dialógicos o a la capacidad narrativa del testigo o de las víctimas. En esta relación de trauma, grieta y narrativa, se suscita la pregunta metodológica: ¿cómo romper el silencio? ¿cómo abrir la posibilidad de significación y representación de la experiencia, de hacer decibles (Arvesú, 2016) o audibles los vacíos de sentido que deja la vivencia del horror? (Acosta, 2017). Los silencios esconden una posibilidad o imposibilitan los espacios sociales de circulación de las memorias.

Desde otra perspectiva se asumen los silencios no como un vacío o una imposibilidad, sino como una respiración, un intervalo, una recuperación del aliento; la posibilidad de hacer inteligible y transmisible una narrativa. De ahí que silencio y palabra no son contrarios. En cambio, se entrelazan para dar lugar a diversas formas de comunicación. Los silencios están presentes, entonces, como modulación de la conversación, tiene figuras de expresividad y múltiples regímenes de silencios que responden a los usos sociales y culturales que se les asignan (Le Breton, 2006). En esta perspectiva, los silencios también tienen un estatuto polivalente y ambiguo que responde a los lugares, tiempos, escenas y marcos sociales en los que se posicionan o producen, por lo que están presentes no solo en situaciones límite, sino también en las diversas formas de interacción social.

Según Le Breton (2006), las expresiones del silencio van desde la respiración que imposibilita el ahogo ante la sucesión de palabras, posar o desplazar las miradas ante la interrupción o atiborramiento del habla, el control de la interacción, la articulación de las palabras adecuadas para dar lugar a un testimonio (la disolución del lenguaje en el horror), hasta la aplicación de estrategias políticas para que las palabras no circulen o se hagan usos políticos de los silencios.

Los significados asociados al olvido no son los de los silencios. Los silencios no se refieren a una ausencia de ruido y tampoco son un no decir; no son un callar. Son, por el contrario, una articulación con la palabra, en el gesto y con lo indecible. En este sentido, “los silencios adquieren su significación en función de los usos culturales de la palabra, del estatuto de participación de los presentes, de las circunstancias y del contenido del intercambio y de la historia personal de los interlocutores” (Le Breton, 2006, p. 55). La única salida a este problema es encontrar un equilibrio entre las palabras y los silencios, desde una ética de la comunicación. Desde esta perspectiva, uno de los usos de los silencios busca, contrariamente a su conceptualización en términos de huecos, permitir el espacio de la escucha, pero también entender la sutil dialéctica de aproximación y distanciamiento: “el no decir diciendo y el decir no diciendo” (Ramírez, 1992, s. p.).

Es necesario establecer las diferencias entre el Silencio y los silencios: el primer tipo refiere a una construcción abstracta de orden metafísico, como una metáfora del ser y del sentir; mientras que los silencios son propiamente hechos, acciones, sucesos (Ramírez, 1992); también, suspensión y ausencia (Thiebaut, 2017). Estos pueden interpretarse como signos, es decir, como dotados de significantes y significados, no en una relación univoca, relacional y sin tensiones, ni como producto de una convención, sino de una invención. En este ámbito, el autor no aboga por una interpretación lingüística del silencio; posiciona esta interpretación en los actos de habla, prestando “atención primordial al discurso, al contexto y a la connotación” (Ramírez, 1992).

Esto implica conocer las capas profundas de significado, de otro orden, en un marco social y, en consecuencia, de los regímenes de prácticas discursivas que lo constituyen. Esto es, un análisis semiótico de los silencios y de los actos de poder que le subyacen o se pliegan. En este escenario, “los silencios poseen propia osamenta, sus propios laberintos y sus propias contradicciones” (Wiesel, 1996). Sin embargo, en las relaciones de poder o de fuerza no sólo hay producción de silencios; también, exigencias de habla y de urgencias de una producción de sentido (el riesgo de una epistemología ingenua de la memoria). Habría que posicionarse sobre los actos de habla y también sobre los actos de escucha.

Frente a posiciones románticas sobre la posibilidad de representación del horror, y su otra cara, la de su imposibilidad, Oliveira (2009) plantea una tercera vía: la de su posibilidad mediante la incorporación de los silencios. Esta tercera vía reconoce, por un lado, el carácter construido del pasado, el carácter indecible del acontecimiento que está más acá del lenguaje; también, la relación entre narración, duelo y los encuentros a través del lenguaje. Por otro lado, está el reconocimiento del olvido, no como un hueco o un enemigo de la memoria en el escenario del duelo, sino como posibilidad para la construcción de las re-existencias.

Si bien en todas estas locaciones y des-localizaciones del cuerpo hay producción de subjetividades, como lo destaca Galván (2020), y de silencios, como se ha postulado aquí, también los hay en lo marco de la producción de narrativas y memorias, aun cuando estén en el ámbito de la interpelación, la reparación, de la justicia o en el escenario donde se emplazan unas políticas de la memoria. Cada superficie de inscripción en la que se fragmenta el cuerpo, no sólo en su singularidad sino también en su colectividad para ser espectacularizado, consumido o narrado, se teje sobre una multiplicidad de silencios. Los silencios no expresan en sí sólo ausencias, sino también presencias. Los silencios no solamente obstaculizan, sino que producen y significan. Hay toda una espectralidad de silencios que acontecen en el cuerpo, sobre el cuerpo, el espacio, en la conversación, en las textualidades y en la historia. Estos silencios no sólo están presentes cuando una víctima o un testigo se narra, sino también cuando se escucha el testimonio y cuando quien escucha se dispone a narrar en diferentes superficies lo narrado.

En este sentido, el otro lado de esta producción de silencios no está en el testigo o en las víctimas, sino en quienes escuchan y en los marcos sociales que la hacen posible. Esta relación entre quien habla y quien escucha supone inicialmente una posición abismal que no se expresa en la interrupción del diálogo, sino en el reconocimiento de que se está presente ante una singularidad que se desconoce; en un espacio donde las vulnerabilidades y las experiencias son diferenciales, y por ello debe asumirse una posición ética de la escucha frente a lo decible, pero también frente a lo inenarrable. En este escenario, una ética de la escucha buscaría quebrar o comprender estos silencios.

5. Los silencios y las sonoridades: hacia una ética de la escucha

En los apartados anteriores se estableció que los cuerpos, en la espacialidad acrónica de la masacre y en la histórica de esta, se componen y están atravesados por una multiplicidad de silencios. Tanto el cuerpo de quien es objeto de una tecnología necrótica, como los de los sobrevivientes y de los testigos, habitan unos tipos de silencios. Tanto en los regímenes visuales que se instauran en una tecnología de la violencia como en la escritura de lo narrado, aun cuando esté en un marco de reparación y justicia, se da la invención de unos tipos de silencios. En este sentido, los cuerpos están atravesados por una cartografía de silencios, los cuales pueden ser positivos (la atención, el duelo y el reconocimiento) y negativos (callar, acallar, no oír, no dejar hablar: el de no poder y el de no querer) (Acosta, 2017). Pero más que definir sus términos antagónicos diríamos que, mientras unos tienen usos estratégicos y se posicionan como una acción de interpelación o como necesarios para las re-existencias, otros se producen por medio de mecanismos impositivos que implican el control territorial y corporal.

Otro escenario en el que se producen silencios está en los marcos sociales que posibilitan la escucha: aquí se sitúan las políticas de la memoria y los usos categoriales desde los cuales son atravesadas las memorias de quienes experimentan las teatralidades de la violencia. Frente a lo primero, el proceso de justicia transicional en Colombia posicionó el dispositivo de memoria como uno de los insumos para la reparación y reconciliación que incentivó el espacio para la escucha de las víctimas, pero una de las estrategias en las que operó este dispositivo se dio por medio de la creación de unas memorias emblemáticas que produjo unos silencios sobre otros acontecimientos y territorios.

A continuación, se presentan algunas reflexiones que se han venido desarrollando desde los estudios sonoros. Si bien la reflexión se sitúa sobre los silencios, los estudios sonoros, un campo en emergencia en los estudios sociales y de memoria, tienen un punto en común: el posicionamiento de unos modos de escucha que permitan comprender las otras formas en que se producen y se comprenden lo social y las memorias del horror.

La primera discusión sobre la historia social del sonido se debe no sólo a la complejidad para comprender un campo sonoro, ya que la acusmática refiere justamente a entender sin ver, sino a que la producción de conocimiento se desarrolló por siglos por medio de los ojos (Moya, Bergua y Ruíz, 2020), marco desde el cual se validaron ciertas nociones de saber, poder y verdad. Esto es lo que se ha denominado ocular-centrismo, que responde a paradigmas cognitivos que han dejado a un lado habilidades y saberes provenientes de otros procesos sensoriales. Existe, por lo tanto, un marcado acento en la vista (leer y escribir), en que el proceso de observación se convierte en el eje que marca el despegue del proceso de conocer y comprender.

Para historiadores del pensamiento filosófico y estético, como Marshall McLuhan, los cánones visuales emergieron en la época en la que la imprenta surgió para convertirse en la máxima expresión del desarrollo cultural, científico y tecnológico en Europa. Esto contribuyó a que el espacio visual se convirtiera en el eje articulador de las metodologías de la investigación social en el siglo XIX, mientras que el espacio acústico tuvo una apropiación epistemológica y práctica desde los músicos (Andrade, 2005). “La verdad”, bajo este paradigma, está vinculada con evidencias observables; por ello hay toda una multiplicidad de metáforas visuales que componen la rúbrica en la que se desarrollan sus criterios de validación: la evidencia, el punto de vista, la perspectiva, el esquema, entre otras.

Aun en la investigación metodológica de tradición cualitativa, la reflexión sobre la escucha se ha mantenido marginal dentro de la investigación social. La prioridad se ha centrado en las técnicas que evidencian lo escritural y la observación. La mirada, lo gestual y lo perceptivo, derivado de lo sonoro-emocional, se encuentran aún en un proceso de emergente problematización.

Diversos autores, desde la filosofía, la antropología, y la psicología, han reflexionado sobre los asuntos auditivos y sobre la escucha. Merleau- Ponty (1975) asume que cualquier práctica humana establece una determinada relación con el mundo que está mediada por las percepciones. La escucha es uno de los campos que entrelaza el yo con los otros en el mundo vivido, sea cual sea su nivel de interiorización. Implica, por lo tanto, la capacidad de significar cultural y políticamente los actos de escucha.

Recientemente, en América Latina diversas investigaciones han abordado el sonido y la escucha. Dentro de este campo emergente, se destacan las procedentes de la Red de estudios sobre el sonido y la escucha (México), que desde perspectivas interdisciplinarias y transdisciplinarias buscan comprender la complejidad del acto de escuchar por medio de lo que denominan modos de escucha. Sitúan los sonidos como parte de los marcos de construcción social y, por lo tanto, de la producción de sentidos, sensaciones, emociones y significados, que están anudados a contextos histórico-espaciales concretos, a las técnicas que producen ruidos y sonidos (paisajes sonoros) y a las prácticas de poder que los proyectan y los corporalizan. En este sentido, cada época da lugar a sus propios regímenes sonoros, unas educabilidades del oído o unas propuestas de resistencia contra-sonoras.

Por dos perspectivas han transitado los estudios sonoros. Por un lado, las investigaciones que conciben el sonido como un producto cultural abordan como categoría de estudio el objeto sonoro. Por otro lado, las que entienden el sonido como un medio de aproximación a la realidad, que produce significados dependiendo de las experiencias que lo encarnan y de las percepciones desde las cuales habitamos en la cotidianidad (Agudelo y Aranguren, 2020). Una de las categorías metodológicas de esta perspectiva se sitúa en las memorias sonoras o huellas sonoras; plantea que los sonidos producen una imagen acústica de la realidad (sonidos simbólicos). Según Analía Lutowicz (2012), este tipo de memoria es escasamente estudiada en las metodologías referidas a las memorias colectivas. La importancia de reconocer estas imágenes acústicas reside en tejer sus significados en función de la experiencia social y cultural que cada individuo experimenta, por las encarnaciones o disposiciones corporales que interioriza y exterioriza, y las formas sensibles que inciden en la representación del espacio.

En respuesta a una epistemología ocularcentrista, el giro aural conceptualiza la escucha como un fenómeno encarnado, situado, mediado y, por lo tanto, historizado: «“encarnado” porque apela al cuerpo de un sujeto sensible, “situado”, nos remite a un sujeto social que configura su escucha desde diversas posiciones, y “mediado” porque se trata de una actividad condicionada por una diversidad de circunstancias de índole fisiológica, simbólica, tecnológica y contextual» (Domínguez, 2019, p. 94). Desde este horizonte, la escucha no es un acto fisiológico-natural que recibe sonidos; es una posición ética que da lugar a la dimensión nosótrica. Además, está atravesada por unos marcos sociales y de saberes que la posibilitan.

No hay posibilidad de escucha si creemos que todo está interpretado y pensado. Acercarnos a la experiencia de alguien requiere “salir de los territorios ciertos”, hacer el ejercicio deliberado de alejarnos de lo ya sabido para ir a esa escucha fina “que está desorientada, es decir, privada de referencias, abierta a cualquier imprevisto” (Puleo, 2010, p. 114). En este sentido, la conversación no puede estar controlada de antemano: se entra en ella, dejándonos llevar por su flujo, pero no podemos dominarla.

6. Conclusiones

La investigación del horror, en la que se vinculan víctimas y victimarios, coloca al investigador frente a la comprensión de complejos dramas humanos y sociales, con sentidos, experiencias y contextos que no son fáciles de llevar. Dentro de estos contextos está, en primer lugar, el de la producción de memoria y verdad en medio del miedo y el olvido, pero también el de la psicología personal de quien interpreta y es interpretado. Por ello, se requiere de una afinación de la búsqueda, tanto en lo que se escucha como en la lectura de lo que no se escucha. Dentro de este marco de la escucha, está la de la comprensión de los silencios, los cuales no siempre son ausencias de lenguaje, sino presencias con sentido y significados. Asimismo, bajo esta perspectiva, el tiempo y el espacio también se problematizan. Esto implica una superación del instrumento metodológico como modo de relación para avanzar hacia la educación de la disposición ético-estética de los investigadores, pero también posibilitar que las comunidades construyan sus propios saberes, tengan sus propios espacios de memorias.

La primera posición ético-estética del investigador surge en la pregunta por la emocionalidad: ¿hasta dónde mi condición humana y mi sensibilidad facilitan construir una dimensión nosótrica? ¿Hasta dónde lo escuchado me convierte en espectador del hecho? ¿Por qué está en juego el control de lo que se siente y la responsabilidad de no re-victimizar la víctima? En ese sentido, los sujetos que investigan la violencia deben reconocer que se enfrentan a la escucha de un testimonio, de una experiencia de dolor y horror que será doblemente narrada; que en la escritura del otro hay unos espacios abismales y que las rejillas conceptuales que se utilizan para organizar y dar contenido y contexto al acontecimiento posibilitan o imposibilitan la escucha. Comprender y ubicar los silencios forma parte de esta ética de la escucha.

Describir la experiencia traumática requiere también de corpus teóricos y conceptos entrelazados con opciones metodológicas. Por ello la necesidad de pensar en el cuerpo y avanzar en la comprensión hacia su espectralidad, es decir, problematizar los regímenes visuales y narrativos que produce, pero también cuando este se constituye como objeto de saber. Por ello, los ejercicios de memoria requieren de distancias y encuentros entre el presente, el pasado y el futuro. Esto implica descubrir los mecanismos de defensa y protección, tanto de quien escucha como de quien narra. Por esto, debe generarse en el investigador una conciencia de las categorías teóricas, como también de las habilidades emocionales que le permitan desarrollar ejercicios de introspección y de inter-escucha para facilitar el ejercicio de hablar, evocar, conversar, desahogar, pero también de posicionar y comprender los diferentes tipos de silencios.

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Notas

1 «Las súplicas de Leticia se vieron interrumpidas por el espectáculo de Nayibis, arrastrada por la calle principal del pueblo: “La guindaron de un árbol y con las bayonetas de los fusiles la degollaron”». Ruiz, 30 de agosto del 2008).
2 «Esa noche nadie durmió, nadie comió, nadie bebió. Y nadie habló. El silencio sólo fue interrumpido por las cigarras, el viento que levantaba los techos y las voces de los paramilitares que patrullaron toda la noche. Lejos se oían de vez en cuando disparos y risas» (Ruiz, 30 de agosto de 2008).
3 «Pasadas las 4 de la tarde se escucharon unos disparos al aire. Era la señal de la retirada. Empezaron a salir, borrachos, advirtiéndoles a los sobrevivientes que deberían irse y no regresar jamás. A las 5 la gente pudo por fin llorar a sus muertos. Se abrazaban unos a los otros, gritando, revolcándose en el suelo de tristeza. Maldiciendo y pidiendo castigo» (Ruiz, 30 de agosto de 2008).
4 «Las muertes se producían cada media hora. La gente estaba bajo el sol inclemente, de pie, viendo cómo se llenaba de cadáveres la plaza, y cómo los paramilitares festejaban su ‘hazaña’. Los paramilitares sacaron los tambores, las gaitas y los acordeones, y con cada muerto, hacían un toque. Era un ambiente de corraleja, donde las fieras tenían la ventaja y las víctimas estaban indefensas” (Ruiz, 30 de agosto de 2008).
5 Esos manes cogían los televisores, los dañaban, eso…Las pocas fotos que tiraban donde encontraban fotos las dejaban regadas, esa gente hizo aquí hasta para vender, aquí no hubo una casa que no saquearan, aquí todas las saqueaban (Centro Nacional de Memoria Histórica, 2010, p. 59) 2) «Entré a mi casa… todo está tirado, no se me soltó ni una lágrima […] Cuando llegué a mi casa me encontré que habían matado a mi gallo» (CNMH, 2010, p. 59).
6 “A mi papá le metieron una puya de ensalzar tabaco en la boca y después lo degollaron. 2) A una chica de 18 años con embarazo le metieron un palo por las partes [...] Varias fueron violadas.3) A ese señor como de 60 años más o menos, lo mataron a peso y cuchillo, rajándolo, cortándolo, torturándolo” (CNMH, 2010, p. 63).
7 «En la cancha empezaron a sacar persona por persona. Luego sacaron a Luchito (Luis Pablo Redondo), a él le dijeron “tú eres el presidente de la Junta de Acción Comunal, guerrillero hijueputa”, le hicieron una ráfaga. Le partieron toda la cabeza, se le reventaron los sesos, un paraco lo cogió, los mostró y se los metió nuevamente. “Ya vieron para que aprendan, no se metan más con la guerrilla”, nos decían ellos» (CNMH, 2010, p. 54).

Recepción: 04 Marzo 2023

Aprobación: 13 Abril 2023

Publicación: 01 Junio 2023

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